23 marzo 2007

Juan José Vega

Resulta no sólo difícil sino casi imposible escribir con serenidad sobre cuánto nos duele la ausencia de Juan José Vega, hombre sabio, amigo entrañable, que ayer se nos adelantó en el viaje a la eternidad, pues él es el historiador del presente y el historiador de la presencia. Juan José Vega seguirá actuando como una energía viva en todas aquellas comarcas del saber y de la creación que él exploró co inusitada pasión y transformó con sorprendente perseverancia.
Siempre es una fuente de consolación comprobar que la desaparición física de un gran hombre, de un venerado maestro, de un eximio historiador, de un empedernido viajero por las abigarradas comarcas del Perú profundo, abre las puertas de una mejor compresión de su vasta obra. El mismo solía decir que sólo es posible evaluar a los intelectuales póstumamente.
Conocí a Juan José en 1965. El año anterior, conjuntamente con José María Arguedas, había desplegado una fructífera labor en calidad de Sub Director de la Casa de la Cultura del Perú.
Fue a partir de 1970, cuando empezamos a tratarnos con más frecuencia y así se fue afincando una amistad basada en dos cualidades contradictorias para muchos: la generosidad y la exigencia. Y es que esta amistad no implicaba aprobación incondicional sino una pasión compartida por los temas de la grandeza de la civlización andina y la cruenta destrucción del Imperio de los Incas ocasionada por la invasión española.
Sólo así puedo explicarme cómo se fue dando una relación entre uno de los más destacados historiadores que el Perú produjo en el siglo XX y un arqueólogo que trabajaba en el campo y desarrollaba tareas académicas.(Me asombra todavía el cariño y la compresión con los cuales él y su esposa Carmela me aceptaron).
La universalidad abierta de Juan José Vega no tenía requisitos formales, pero sí había ciertas exigencias implícitas: uno entendía que si no regresaba después con una lectura asimilada, era mejor no regresar.
Vivía entre libros y la biblioteca era una puerta de ascenso a la vida, a los espacios y los tiempos exteriores a los libros. No he conocido a nadie de semejante curiosidad intelectual. Le interesaban lo mismo los acontecimientos del día como la vida de Manco Inca y el ocaso de las antiguas civilizaciones, lo mismo Túpac Amaru y sus amigos o el pensamiento de Bolívar que la nueva cosmología de los físicos, lo mismo un estudio de la revolución francesa que el más reciente descubrimiento de los epigrafistas mayas o egipcios, una nueva teoría literaria o un joven historiador o arqueólogo, y me daba cuenta que un hombre de esa sapiencia necesitaba de muchos y muy distintos interlocutores.
Sentí que a partir de esta multiplicación de perspectiva podía comprender un poco más el universo llamado Juan José Vega. Luego de haberlo conocido en las aulas sanmarquinas primero, y en las de La Cantuta después, o haberlo escuchado como eximio conferencista en múltiples foros del Perú y el extranjero, soñé alguna vez con una futura y utópica mesa redonda sobre la figura de Juan José Vega, mesa infinita conformada por arqueólogos, historiadores, etnohistoriadores, antropólogos, sociólogos, folkloristas, literatos, educadores, politólogos, artistas bucólicos, pintores, estudiosos de la religión, la mitología y las relaciones internacionales, además de los especialistas de lo no especializado, únicos capaces de seguir las reflexiones sobre el amor, el erotismo, los símbolos, las costumbres, la buena cocina, el pisco y la otredad.
El único dogma sería la ausencia del dogma; la única prohibición, la de invocar privilegios de territorialidad disciplinaria. Juan José nos recordaba una y otra vez que “el saber no reconoce el pago del tributos en las fronteras”. Debo expresar también que Juan José representa mucho más que un objeto de estudio.
Su irradiación transformó la propia vivencia de sus amigos y la legión de sus discípulos. Por eso, su legado, como el de sus maestros: Porras, Basadre, Valcárcel, Dumbar Temple, es una invitación a la búsqueda del saber con pasión y con rigor. Un Ministro de Estado, al pie de su tumba, ofreció que en La Cantuta se implantará la Cátedra Juan José Vega, esperamos que ello no se pierda en la penumbra del olvido.
Quizás nos falte todavía la perspectiva y la distancia necesarias para hacer un balance general de su vasta producción, de la influencia de sus ideas y sus creaciones imaginarias. Pero aún así, algunos aspectos son evidentes.
Sobre todo su obra histórica, desde los ya clásicos La Guerra de los Viracochas (1963) y Manco Inca, el gran rebelde (1964); a los que siguieron Dioses, Incas y conquistadores (1967); La poligamia española en el Perú (1969); Ataohuallpa, Huáscar y España (1970); Abogados, jueces y escribanos en la Conquista del Perú (1972); Hernando Pizarro (1973); Historia del Ejército Peruano bajo la dominación española (1981); La batalla de Las Salinas (1983); La primera expedición punitiva del Perú(1984); Los Tallanes (1988); La conquista del Collasuyo (1989); Los españoles y los demás conquistadores del Imperio de los Incas (1991); Los incas frente a España (1992); Túpac Amaru y sus compañeros (1995) e Identidad Nacional (1997).
Es asombroso pensar que en su primer libro ensayístico La guerra de los Viracochas es ya un clásico maduro. El texto sigue generando lecturas casi medio siglo después. Aquí están plasmados los rasgos del prosista de la vena de un historiador penetrante, gran estilo, ambición y profundidad en lo conceptual, afán polémico, capacidad de síntesis en imágenes insólitas, complejidad intelectual que respira gracias a una sintaxis sencilla y fluida.
Muchos de sus ensayos son de una originalidad tal que es imposible encontrar los antecedentes en la historiografía nacional y aún hispanoamericana. Por su nueva visión ante la “historia oficial”, ha gravitado sobre varias generaciones posteriores dentro y fuera del Perú, dentro y fuera del mundo hispánico al que se enfrentó como nadie.
Dominó con maestría tanto el texto extenso, con prosa vigorosa y bella como la instantánea; practicó las formas tradicionales y las experimentales. Nos dejó no una fórmula estilística ni una retórica en sus escritos sino una incitación a buscar nuevas maneras de expresar la sensibilidad intransferible de cada uno.
Sus libros constituyen un legado inconmensurable, pues tienen una importancia capital para el cabal conocimiento acerca de la cruenta e ignominiosa etapa de la invasión español, la destrucción del Imperio de los Incas y la gloriosa resistencia emprendida por el neo‐imperio establecido en Vilcabamba donde destaca la figura señera de Manco Inca.
Esta vasta obra dibujada en los perfiles del campo fragoso de la investigación tiene el mérito de imbricar los Incas y sus hazañas en un cuadro de clara perspectiva. Cuando se hace el balance de la frondosa labor de Juan José se aprecia el inmenso valor de la larga y prolija búsqueda documental, del análisis exhaustivo y fecundo, de la ingente producción bibliográfica y del examen de los acontecimientos históricos plenos de situaciones políticas y espirituales.
Se advierte entonces que su obra constituye una contribución fundamental para el recto planteamiento respecto a la significacón y perspectivas de uno de los capítulos más azarosos y contradictorios de la historia del Perú. Sus escritos se basan en una arquitectura sólida y una visión profunda y auténtica. Poseen la belleza de toda tarea inteligente y bien acabada. Tras sus penetrantes análisis se percibe al autor afanoso de exactitud y erudición.
Toda auténtica construcción histórica es, en última instancia, expresión de la vida del historiador mismo. El propósito de este caso es el deseo de no rebasar los límites estrictos previamente establecidos. No guardó para sí un solo hecho curioso, presentó los hechos analíticamente y expuso sugestivamente los temas que abordó, sosteniendo tal tensión a lo largo de centenares de páginas que es rara empresa en nuestros días.
De esa pirámide tan sabiamente arquitecturada, como la de Chavín, edificada para la eternidad, no cabe remover pieza alguna. Repensar sobre el asunto mismo sería en cambio el mayor homenaje que pudiera hacerse ante tan espléndida construcción.
La vasta obra de Juan José, auténtica contribución a la historiografía peruana, produce en el lector una impresión de confianza y seguridad, de suelo firme bajo los pies. Podemos seguir el camino trazado por su investigación, admirar los cimientos documentales, ahondar nosotros mismos gracias a sus referencias exactas.
La historia de los Incas y de la Conquista se deshace en mil cambiantes gracias a la pericia del autor en sugerir. Juan José, a través de la certeza de los hechos y el inmenso cúmulo de materiales clasificados e interpretados, sabe presentar en sus pormenores los acontecimientos históricos de la primera mitad del siglo XVI, revelar la verdad en su entraña espiritual y cabal dimensión.
Hay algo más que inquieta en la obra de Juan José. ¿Es acaso la claridad de su pensamiento, que suscita la reflexión, o sencillamente la elegancia de su prosa? ¿Es su capacidad para estar cerca y, a su vez, distante del poder? Sin duda hay muchos aspectos fascinantes en sus escritos. Uno de ellos radica en su riqueza crítica.
El juicio es necesario en toda clase de asuntos históricos y políticos y Juan José lo utilizó con fuerte temperamento. Sus ideas están teñidas de la vehemencia que ejerce sobre las palabras y de ese énfasis que brota de su espíritu encendido cundo los accidentes de la vida lo llevan a participar en política. La razón que le asiste está infundida de un espíritu volcánico que con frecuencia aflora en sus rupturas o alejamientos.
Se fue el gran maestro, uno de los más sobresalientes historiadores. Juan José ha ingresado a la eternidad, ha vuelto a la tierra otra, al otro lado, al dominio puro de las ciencias sociales, más allá (¿más acá?) De la historia. Al irse se volvió signo, lectura. Su ausencia física abre una herida en el alma el Perú. Pero al mismo tiempo, su desaparición proyecta un frondoso legado con una luz distinta en el ciclo del saber histórico.
Si habría que resumir lo que evoca su figura y su obra, diría que son muy pocas las tentativas, como la suya, de hacer del acto de conocimiento el riesgo central de la existencia. Juan José amó intensamente la vida. Su vasta cultura fue todo menos libresca; al contrario, concebía el saber como una actitud vital, como un quehacer que involucra y atañe a todos los sentidos.
A pesar de todas las contingencias, a Juan José Vega le fue dado morir como había vivido, como había pedido, con mirada de Sol que se retira, sabiendo que moría, sabiendo que “morir es regresar/ a donde no sabemos...”.
Y no obstante lo grave y lo doloroso de su enfermedad, no perdía nunca la esperanza ni la lucidez. Una noche que hablé con él, en el Café Haití, al despedirme me dijo: “¡ánimo!”. Se lo decía a él mismo. Siempre conservó la claridad proverbial de su inteligencia.
Físicamente estaba muy lastimado, pero su mente prodigiosa continuó estando alerta y lúcida. Como buen estoico, enfrentó el infortunio con entereza y decisión. Se fue el amigo fraterno, el maestro sin par, el historiador original y contestatario, pero para siempre queda con nosotros en sus esclarecedores libros, en la tensión relampagueante y valiente de sus artículos, en la celeridad de su prosa y en su lenguaje liberador anunciando resplandores para el nuevo amanecer.
(Fuente: JUAN JOSÉ VEGA VIGENCIA IMPERECEDERA (13-9-1932 / 8-3-2003) autor Hernán Amat Olazábal, Lima, 08/09 de marzo de 2003. Publicado digitalmente por la Academia de Historia del Perú Andino)
Enlace: Página institucional de la Academia de Historia del Perú Andino dedicada a Andrés A. Cáceres.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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