16 enero 2012

La leyenda de los Pururaucas

Decía Tomás Carlyle, el mayor exaltador de los héroes en la Historia: "Existe un deber* sempiterno que impera en nuestros días, como en los días de ayer, como en todos los tiempos: el deber de ser valientes".
El hombre necesita libertarse del temor, que es instinto natural que lo ata y esclaviza, y marchar adelante en todas las ocasiones, por difíciles que sean, portarse como se portan los hombres, confiando en su destino, desafiando los obstáculos y adversidades, con el solo apremio de vencerse a sí mismo, subyugar el temor y hacerle morder el polvo de sus pies, como aconseja Carlyle.
Para avivar el culto del valor marcial de un pueblo, ningún estímulo mejor que el de los ejercicios viriles, el desarrollo de las fuerzas físicas, el adiestramiento en la lucha, la agilidad de los músculos y la práctica fecunda de la solidaridad social que favorecen los entrenamientos colectivos y hacen más sincera y más cierta la idea de un origen y de un destino común, que es la Patria. Ese sentimiento solidario adquirido en la fatiga del esfuerzo compartido, se aviva, sobre todo, con el estímulo espiritual que nos viene del fondo de nosotros mismos, tocado de esa forma de grandeza que tiene todo aquello que atraviesa los siglos por medio de la tradición.
El pueblo incaico, al que algunos cronistas e historiadores se empeñan en pintar como un pueblo apacible, tímido y fatalista, tuvo en sus días de auge el culto del valor y la vocación por la milicia. La educación de la juventud, la vida del plebeyo y del noble, –el trabajo, la fiesta y la oración– tendían a exaltar entre los Incas, los sentimientos de virilidad y de poderío, la conciencia del triunfo contra las fuerzas hostiles de la tierra y contra las tribus díscolas desconocedoras del signo de grandeza del Imperio. La más grande emoción del pueblo incaico y la visión más genuina del Cuzco Imperial, no es la de los días de siembra y de cosecha, con sus ingenuas rondas y cantos de alegría rural, ni tampoco el solemne espectáculo sacerdotal del Inti Raymi, no obstante la vocación agrícola de los primitivos pobladores; sino el estruendo guerrero de los días de reparación militar y la estrepitosa algazara de la entrada de los Incas victoriosos al Cuzco.
La educación de la juventud que había de marchar a la guerra, se inspiraba en principios de disciplina, de abstención rigurosa, de estoica resistencia y en ejercicios de agilidad, fuerza y destreza. A los dieciséis años los jóvenes nobles eran sometidos a prueba –en el ayuno en Colcampata, comiendo sin sal ni uchu o ají, absteniéndose de bebidas espirituosas–, corriendo desde el cerro de Huanacaure hasta la fortaleza de Sacsahuamán, casi legua y media, luchando en equipos contrarios, atacando o defendiendo la fortaleza, haciendo varias noches la vela de los centinelas y rivalizando en el manejo de la lanza y el arco, en puntería y en distancia. Todo el pueblo presenciaba y alentaba estos esfuerzos viriles. Los padres y parientes iban al borde del camino, en el que corrían sus hijos, para animarlos, "poniéndoles delante, dice Garcilaso, la honra y la infamia, diciéndoles que eligiesen un menor mal reventar antes que desmayarse en la carrera". Los simulacros de lucha eran a veces tan reñidos que algunos mozos eran heridos o morían en ellos por la codicia de la victoria. El mayor quilate de un guerrero indio era la impasibilidad ante el peligro. Los maestros jugaban
con los discípulos, pasándoles las puntas agudas de las lanzas delante de los ojos, o amenazándolos herir en las piernas, sin que los jóvenes debieran siquiera pestañear o retraer algún músculo. Si lo hacían eran rechazados, diciendo que quien temía a los ademanes de las armas, –que sabía que no le habían de herir–, mucho más temería las armas de los enemigos y que los guerreros incaicos debían permanecer sin moverse
"como rocas combatidas del mar y del viento". ¡Profunda y bien aprendida lección de estoicismo que admiró el conquistador español, cuando el caballo de Soto, llegó hasta el solio de Atahualpa, en desbocada carrera, salpicando con su espuma las insignias imperiales, sin que un sólo músculo del rostro del Inca se contrajera ante la insólita y desconocida amenaza!
La fiesta que podríamos llamar pre militar del Incario era el Huarachicu, en la que los guerreros nóveles, recibían, después de pruebas deportivas de carrera, de lucha, de arco y de honda, las insignias y signos militares, los pantalones o huaras y las ojotas y se horadaban las orejas para usar los grandes aretes distintivos de su rango. Ese día el pueblo bailaba repetida e incansablemente el taqui llamado huari, instituido por Manco Cápac, que duraba una hora y los jóvenes cadetes se presentaban ante el Inca que los exhortaba a "que fuesen valientes guerreros y que jamás volviesen pie atrás".
Otra visión del Cuzco de la época heroica es la de los días de salida de los ejércitos del Inca para expediciones lejanas o del retorno de éstos victoriosos y las ceremonias del triunfo guerrero. En los días de apresto bélico, el ejército llevando delante de sí el Suntur Paucar y la capacunancha con sus plumerías irisadas, iba rodeando el anda del Inca al son de las caxas, pincujillos, wallayquipus o caracoles, antaras y pututos, en un bullicio ensordecedor que hacía caer aturdidas a las aves del cielo. Los soldados aclamaban al
Inca y entonaban sus Hayllis de guerra. Antes de emprender la jornada los sacerdotes hacían los sacrificios y alzaban su plegaria al Hacedor: "¡Oh sol, padre mío que dixiste haya cuzco y tambos, y sean estos tus hijos, los vencedores y los despojadores de toda la tierra; que ellos sean siempre mozos y jóvenes y alcanzen siempre victoria de sus enemigos!". El día del triunfo del Inca vencedor de los Chancas o de los Collas, llegaba anunciado por el ruido de su ejército y pasaba por la calle que llevaba al Coricancha, pisando los despojos y las armas de sus enemigos. Hombres y mujeres delirantes entonaban a su paso el haylli y loa de la batalla.
El triunfo de los Incas en todas sus campañas se debió, sin duda, a la superioridad de su organización política y social y al mayor adelanto de su técnica militar. Fue el champi o maza, con la punta de bronce, aleación que sólo los Incas conocieron en América, el más poderoso resorte o la verdadera arma secreta de las victorias incaicas. Pero lo fue también, principalmente, su moral heroica, su capacidad para la lucha y el sufrimiento y su confianza en sí mismos que es el mejor acicate del heroísmo.
La conciencia nacional del Incario se forjó repentinamente en el reino de Viracocha con el avance de los Chancas sobre el Cuzco y la huida del Inca hacia Urcos. La angustia del peligro ha sido siempre la gran forjadora del alma colectiva. Ante la feroz agresión de los Chancas a la ciudad imperial, surge la joven figura vencedora del príncipe Yupanqui, que convoca a los ayllus dispersos, recoge las armas abandonadas y se alista en contra  del invasor. Los habitantes del Cuzco consternados ven salir al imberbe arrogante y temen que sea contraria su suerte ante la ferocidad, experiencia bélica y número de los Chancas. Sin embargo, el Inca joven regresa pocos días después vencedor, trayendo las cabezas de sus enemigos para ofrecerlas para una lección viril, a su padre anciano y a su hermano tránsfuga.
La causa de este milagro bélico está relatada en una leyenda que no figura por desgracia en los textos de historia nacional, no obstante ser una de las más bellas y sugestivas lecciones del espíritu heroico de los Incas. El joven Yupanqui relató, al regresar al Cuzco, que su victoria la debía no sólo al valor de sus soldados y a su resistencia desesperada sino a una ayuda divina que le había enviado su padre y Dios,  Viracocha. El Dios, después de recibir los sacrificios que se le hicieron antes de la batalla, anunció al príncipe que le ayudaría y alentaría en la mitad de la lucha. Y contaba el príncipe valiente, que en el fragor de la batalla, cuando entre la gritería y sonido de trompetas, atabales, bocinas y caracoles, veían disminuir el número de los suyos a su alrededor, sentía que llegaban nuevos contingentes silenciosos que se incorporaban a pelear a su lado y extenuaban el empuje de los contrarios. Un rumor corrió entonces en  el ejército incaico, seguro de su destino y del apoyo de sus dioses. Los soldados del Cuzco dieron voces anunciando a sus enemigos que las piedras y las plantas de aquellos campos se convertían en hombres y venían a pelear en defensa del Cuzco, porque el Sol y Viracocha se lo ordenaban así. "Los Chancas –dice Garcilaso– como gente creadora de fábulas, agoreros como todos los indios, desmayaron entonces en su ímpetu y cedieron en la lucha". Ellos mismos bautizaron a sus invisibles vencedores con el nombre de los Pururaucas, que quiere decir "inconquistados enemigos". Los pururaucas, dice la leyenda, después de vencer a los Chancas, fieles a su destino mítico se convirtieron en piedras. Cuenta otro cronista que desde entonces el mito de los Pururaucas fue uno de los más poderosos incentivos de las victorias incaicas. Los soldados del Cuzco entraban a la batalla animados por esa fuerza divina, incapaces de miedo, y los enemigos de los incas no osaban resistirles, tiraban las armas y se disgregaban, a veces sin llegar a las manos, al sólo grito que anunciaba la llegada de los hombres de piedra. Inca Yupanqui completó entonces su hazaña mítica. Afirmó que había visto en sueños a los Pururaucas y que estos se habían quejado de que, después de haberle prestado tanto favor, los incas los hubiesen dejado abandonados en el campo, convertidos en piedra, sin hacerles homenajes y ofrendas como a los otros dioses. El Inca Viracocha y sus capitanes fueron al lugar de la batalla y recogieron las piedras que el propio Inca indicaba ser de los Pururaucas y las llevaron en triunfo al Cuzco, donde fueron veneradas entre sus huacas más ilustres.
El mito de los Pururaucas es tan sólo una bella alegoría incaica para honrar el valor de las propias fuerzas y enaltecer la grandeza del Espíritu cuando los hombres sienten el acicate de la dignidad y del patriotismo, cuando son capaces del sacrificio y del riesgo, cuando se han educado en el roce del sufrimiento y del esfuerzo, cuando se han sobrepuesto al temor, entonces sus fuerzas se duplican y surgen junto a ellos los invisibles compañeros de granito, que desconocen el miedo y sólo saben el camino de la victoria. Los Pururaucas son los héroes silenciosos y leales que acompañan sólo a los que se atreven. Los Pururaucas son los traidores escondidos que acechan a los incrédulos y a los pusilánimes. Los Pururaucas no faltan nunca a la cita con los valientes. Son los enviados del optimismo, los mensajeros de la fe y de la confianza en nosotros mismos, los soldados de piedra de la convicción heroica. Son, sobre todo, la encarnación misteriosa de las fuerzas telúricas de la amistad secular entre la tierra y el hombre nativos, que se unen fielmente para rechazar al bárbaro extraño, transformando hasta las duras peñas y los árboles delicados, en corazones pujantes para el combate.
Los Pururaucas son la primera expresión de un profundo y generoso amor: el sentimiento defensivo de la Patria.
Fuente: La leyenda de los Pururaucas autor Raul Porras Barrenechea. Publicado en: Excelsior, Lima, ene-feb. 1945, N° 143-144, p. 23-24; Revista de Infantería, Chorrillos (Lima), agosto de 1950, N° 1, p. 339-342; y Equis, Lima, octubre de 1955, p. 11-12.
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