Víctor Humareda Gallegos (1920-1986)
Peter Pan vivió 66 años. Tenía los cabellos alborotados y el cuerpo breve; la carcajada ostentosa y el rostro sudoroso; la boca bembona y el caminar chaplinesco. Se llamaba Víctor Humareda Gallegos y nunca dejó de ser un niño genio.
Como el héroe del país del Nunca Jamás, el pintor puñeno evadía responder cuántos años tenía. Le aterraban por igual la muerte, no pagar el día de su hotel, o que lo busquen para cobrarle impuestos. Un mal chiste sabiendo que sobrevivía, que se prestó a que lo exploten por necesidad, malbarateando sus cuadros.
Apuntaba en libretitas minúsculas todo: pensamientos propios como ajenos, teléfonos, bocetos de cuadros, saldos de sus deudores... hasta el número de los calzoncillos que dejaba en el tendedero (muchas veces había sido víctima de robos, de ahí su obsesión).
Humareda enjuagaba en botellas de aguarrás reciclado los pinceles con los que daba estocadas al yute para inmortalizar sus musas bajofondinas y los rombos de sus arlequines tristes. Así fue feliz.
Se especula que al pintor que decía haber luchado con Cervantes en Lepanto, le dio el cáncer que venció sus cuerdas vocales por inhalar durante décadas en ese cuarto sin ventilación los químicos de las pinturas con las que creaba obras maestras. El piscis melancólico y solitario había nacido artista el 6 de marzo de 1920.
Moraba cual Cuasimodo en el rimbombante Lima, un hotel de La Parada que sólo tenía una estrella: él. Y donde radicó por 32 años rodeado de los personajes goyescos de La Victoria.
(En la azotea del Lima, el fotógrafo Herman Schwarz, uno de los que mejor lo retrató, dio en los libros de registros de huéspedes del hotel con la fecha exacta de cuando llegó allí el pintor: 5 de febrero de 1954. Recién se alojó en la mítica habitación 283 el día 27. Para Schwarz, quien no cree mucho en coincidencias, fue sorpresa que se diera eso en la fecha de su nacimiento).
En las paredes de su breve cuarto, que para unos simbolizaba el útero de la madre del artista, tenía una pinacoteca de 16 reproducciones de sus maestros: Renoir, Van Gogh, Velásquez, Gauguin, Daumier, Delacroix, Toulusse, El Grego.
Nunca colgó ningún suyo, sino que los tenía arrimados en el piso. Había dos cuadros que no estaban a la venta: El retrato de su madre, que era el cuadro más feo, pero lo tenía en una silla. Y otro que llamó El mitin. Unos dicen que lo guardaba debajo de la cama en los años 70, por miedo a la represión militar; otros, que no, que lo tenía ahí, a la vista. Cosas de la fama.
Le llamaban loco, maestro, Víctor, Humareda y cholo, y él se carcajeaba. Era un abstemio que frecuentaba bares y restaurantes del Centro de Lima para tomar manzanilla, te con leche y chancay, aun en verano. En sus largos años más oscuros, se ofrecía para hacer retratos al paso en carboncillo.
Frecuentaba, también, los pasadizos de la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde conversaba con los alumnos de los últimos años. Se metía en los talleres cuando los profesores partían; muchas veces ponía un “color maestro” en algún trabajo núbil.
El escritor Gonzalo Mariátegui cree que Humareda siempre quiso enseñar en su alma máter. En sus paseos por la escuela admiraba los trabajos de los alumnos. El restaurador Carlos Fuentes Guillén, alumno en los años 70 de la ENBA, recuerda que varios días llegó Humareda y se paraba a observar un cuadro suyo. Sólo le preguntó quién era la modelo del cuadro. Luego de un tiempo, el maestro perdió interés. Para los alumnos esos gestos de Humareda eran todo un halago.
Tenía varios círculos de amigos (a su muerte le nacieron más amigos), aunque nunca los llamó así: “mis amigos son Rembrandt, Ticiano, Goya y Velásquez, ¿para qué quiero más?”, decía.
Ellos consideran que a Humareda le gustaba llamar la atención, que lo quieran y reír. Posaba ante las cámaras, se ponía el sombrero bombín, bailaba tango con los ternos que dejaba “un amigo que ya se fue” (que compraba de remate en Tacora y lo adecuaba). Pero era también bondadoso, invitaba a los alumnos pobres y a sus amigos alguna manzanilla, para él, el licor de los dioses.
“Era cachaciento y un conchudo de la vida”, lo recuerdan, recordando su risa estruendosa. No creen que fuera un rasgo esquizofrénico cuando decía que hablaba con Rubens o Rembrandt. El escritor José Antonio Bravo, quien lo frecuentó desde inicios de los años 60, dice que más de uno hablaba así, por esa sublimación por el arte. “No era extravagante sino bizarro”, dice Bravo.
Si Víctor Delfín, su amigo, decía que sólo conocía dos Víctor, Humareda y él; Humareda, a sus espaldas, bromeaba: “Conozco sólo a un Víctor, el otro es sólo un Victorcito”. Y reía estruendosamente.
En la azotea del Lima había un mueble al que habían abandonado hasta las polillas y que Humareda bautizó como “el sillón Sócrates”. Ahí se sentaba a meditar. Tenía nociones de la filosofía, dicen unos. Otros reconocen su apetito, sobre todo por la música, pintura y la política de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX (Humareda hizo una serie de dibujos sobre la muerte del político francés Jean- Paul Marat).
Le encantaba almorzar, oler y respirar en Miraflores. Una vez caminando por la avenida Larco, Mariátegui le preguntó: “Víctor, ¿a quién pertenece el arte, a la elite o al pueblo?” Humareda paró en seco, miró al cielo y dijo: “A la humanidad”. Y siguió caminando.
Su trazo era como el bolero, una melodía marginal en donde se embebía de historia de las cuales salía airoso. No le apetecía los rostros comunes. Le fascinaba la belleza de los extremos, la de un hombre viejo y feo y la de una joven con el cuerpo más violín. Recuerdan que iba a veces a un strip tease en la avenida Manco Cápac, no le importaba los gritos, él se acercaba para ver de cerca de las chicas, y volvía mayormente molesto a su butaca. “¡Es horrrrrrrrrrrrible!”.
Cuentan que el celador del hotel y discípulo, Mario Sierra, lo acompañaba al burdel La Nené, donde el maestro visitaba a “Karina”. En sus últimos dos años de vida la había dejado, porque se volvió fea, y se iba al Cinco y Medio, donde buscaba primero a “Nora” y luego a “Elizabeth”, a quien comparaba con la Monroe.
Los nombres se confunden, y que las chicas lo explotaban. A una la llevaba al cine y al café, otra le cobraba en exceso y él sólo tenía derecho a pasarle la mano por la espalda. Que “Elizabeth” se fue un día a Panamá a hacerse un futuro y Humareda dejó de ir a los burdeles. Es parte del mito.
Se especula que el maestro del expresionismo peruano prefirió los amores de alquiler por un trauma psicológico: a Emilio, su padre, lo mataron en 1924 por un problema amoroso.
También se exagera hasta la insania su amor por Marilyn Monroe. Schwarz le da otra lectura, cree que lo que atraía a Humareda de ella, más allá de la belleza física, era el dramatismo de la vida de la diva.
No es mentira, en cambio, que al maestro, por su facha, lo botaron de varios lugares: Un mozo en el Haití de Miraflores, una argentina dueña de una galería en Camino Real, y otros más, que lo juzgaban por sus ropas (seguimos iguales). Por una solidaridad con su situación, este genio del pincel nunca dejaba que los mendigos se vayan con las manos vacías cuando visitaban su mesa.
Mariátegui, quien lo acompañó alguna vez al burdel, asistió a la primera pedicura del maestro, ya que el maestro tenía callos por los zapatos gruesos que usaba. “Nunca he visto pies tan blancos”, jura. Humareda podría ser un hombre humilde, pero era un hombre limpio que se bañaba todos los días en el baño común del Lima.
Y nunca dejó de andar en saco y corbata, roja o amarilla. Ni el día que lo internaron para la primera de sus cirugías. Los amigos le compraron un pijama y el maestro jaló su corbata para irse contento.
Es verdad que él mismo desmontaba sus exposiciones porque temía que le robarán sus cuadros. En realidad, desde los años 60, no había expuesto sus cuadros, sino que eran cuadros vendidos y a Humareda se le invitaba para la inauguración, valgan verdades.
Peter Pan murió hace 20 años. Todavía se ríe en esa foto que de emergencia se la pidieron a Schwarz para la lápida. “Al eximio pintor Víctor Humareda Gallegos”.
Yace en el número D47, un nicho esquinado en el cuarto piso del pabellón San Desiderio, tras la sexto puerta del cementerio Presbítero Maestro, el de precios más módicos.
La verdad que a Humareda no le gustaría su nicho: Un cuarto más angosto que el del Lima, pintado de color vainilla, sólo agraciado por un pincel, una paleta y el logotipo del INC, con una jardinera rota hace varios años. ¿Qué habría pintado el maestro? No lo sabemos.
Un día antes de hospitalizarse (19 de noviembre, cuando se supone terminó su último cuadro) hizo llamar a cuatro amigos. El de la camilla, era una sombra sin risa ni voz del Humareda anterior, sin muchas fuerzas siquiera para escribir en sus cuadernillos lo que pensaba. Un adelanto a ese cuadro final era visitarlo en La Parada y ver su cuarto repleto de cajas de medicamentos. (Dicen que ya sabiendo que la parca lo visitaría, se fue al sur a visitar a su hermana materna para dejarle la condecoración que le había dado el alcalde Alfonso Barrantes).
Murió a las dos de la mañana del 21 de noviembre de 1986 en la habitación número cuatro, en el segundo piso del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas. El BCR, propietario del último cuadro plasmado por Humareda –La quinta Heeren– pagó el entierro. También se hizo una colecta entre los galeristas que vendieron sus obras. Pocos respondieron.
Lo velaron en la parroquia Sagrado Corazón de Barranco. Dicen que lo enterraron con la chalina roja, nadie lo sabe a ciencia cierta. El 22 por la mañana lo trasladaron a Bellas Artes para que se despida. Finalmente, al Presbítero, donde –era verdad– el cuerpo no entraba en el nicho. Un niño se metió y sacó una botella, la cual, igual que el último foco del cuarto del hotel Lima, los guarda Schwarz como joyas. Hay más leyendas, lo que es indudable es que Humareda fue un genio y ríe, como Peter Pan, jugando con su paleta multicolor, eternamente.
Fuente: Una estrella (solitaria) en La Parada autor José Vadillo Vila. Publicado en EDICIÓN ESPECIAL DE VARIEDADES Año 98. Tercera etapa. Nº 22. Suplemento del diario El Peruano. Martes 21 de noviembre de 2006
Como el héroe del país del Nunca Jamás, el pintor puñeno evadía responder cuántos años tenía. Le aterraban por igual la muerte, no pagar el día de su hotel, o que lo busquen para cobrarle impuestos. Un mal chiste sabiendo que sobrevivía, que se prestó a que lo exploten por necesidad, malbarateando sus cuadros.
Apuntaba en libretitas minúsculas todo: pensamientos propios como ajenos, teléfonos, bocetos de cuadros, saldos de sus deudores... hasta el número de los calzoncillos que dejaba en el tendedero (muchas veces había sido víctima de robos, de ahí su obsesión).
Humareda enjuagaba en botellas de aguarrás reciclado los pinceles con los que daba estocadas al yute para inmortalizar sus musas bajofondinas y los rombos de sus arlequines tristes. Así fue feliz.
Se especula que al pintor que decía haber luchado con Cervantes en Lepanto, le dio el cáncer que venció sus cuerdas vocales por inhalar durante décadas en ese cuarto sin ventilación los químicos de las pinturas con las que creaba obras maestras. El piscis melancólico y solitario había nacido artista el 6 de marzo de 1920.
Moraba cual Cuasimodo en el rimbombante Lima, un hotel de La Parada que sólo tenía una estrella: él. Y donde radicó por 32 años rodeado de los personajes goyescos de La Victoria.
(En la azotea del Lima, el fotógrafo Herman Schwarz, uno de los que mejor lo retrató, dio en los libros de registros de huéspedes del hotel con la fecha exacta de cuando llegó allí el pintor: 5 de febrero de 1954. Recién se alojó en la mítica habitación 283 el día 27. Para Schwarz, quien no cree mucho en coincidencias, fue sorpresa que se diera eso en la fecha de su nacimiento).
En las paredes de su breve cuarto, que para unos simbolizaba el útero de la madre del artista, tenía una pinacoteca de 16 reproducciones de sus maestros: Renoir, Van Gogh, Velásquez, Gauguin, Daumier, Delacroix, Toulusse, El Grego.
Nunca colgó ningún suyo, sino que los tenía arrimados en el piso. Había dos cuadros que no estaban a la venta: El retrato de su madre, que era el cuadro más feo, pero lo tenía en una silla. Y otro que llamó El mitin. Unos dicen que lo guardaba debajo de la cama en los años 70, por miedo a la represión militar; otros, que no, que lo tenía ahí, a la vista. Cosas de la fama.
Le llamaban loco, maestro, Víctor, Humareda y cholo, y él se carcajeaba. Era un abstemio que frecuentaba bares y restaurantes del Centro de Lima para tomar manzanilla, te con leche y chancay, aun en verano. En sus largos años más oscuros, se ofrecía para hacer retratos al paso en carboncillo.
Frecuentaba, también, los pasadizos de la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde conversaba con los alumnos de los últimos años. Se metía en los talleres cuando los profesores partían; muchas veces ponía un “color maestro” en algún trabajo núbil.
El escritor Gonzalo Mariátegui cree que Humareda siempre quiso enseñar en su alma máter. En sus paseos por la escuela admiraba los trabajos de los alumnos. El restaurador Carlos Fuentes Guillén, alumno en los años 70 de la ENBA, recuerda que varios días llegó Humareda y se paraba a observar un cuadro suyo. Sólo le preguntó quién era la modelo del cuadro. Luego de un tiempo, el maestro perdió interés. Para los alumnos esos gestos de Humareda eran todo un halago.
Tenía varios círculos de amigos (a su muerte le nacieron más amigos), aunque nunca los llamó así: “mis amigos son Rembrandt, Ticiano, Goya y Velásquez, ¿para qué quiero más?”, decía.
Ellos consideran que a Humareda le gustaba llamar la atención, que lo quieran y reír. Posaba ante las cámaras, se ponía el sombrero bombín, bailaba tango con los ternos que dejaba “un amigo que ya se fue” (que compraba de remate en Tacora y lo adecuaba). Pero era también bondadoso, invitaba a los alumnos pobres y a sus amigos alguna manzanilla, para él, el licor de los dioses.
“Era cachaciento y un conchudo de la vida”, lo recuerdan, recordando su risa estruendosa. No creen que fuera un rasgo esquizofrénico cuando decía que hablaba con Rubens o Rembrandt. El escritor José Antonio Bravo, quien lo frecuentó desde inicios de los años 60, dice que más de uno hablaba así, por esa sublimación por el arte. “No era extravagante sino bizarro”, dice Bravo.
Si Víctor Delfín, su amigo, decía que sólo conocía dos Víctor, Humareda y él; Humareda, a sus espaldas, bromeaba: “Conozco sólo a un Víctor, el otro es sólo un Victorcito”. Y reía estruendosamente.
En la azotea del Lima había un mueble al que habían abandonado hasta las polillas y que Humareda bautizó como “el sillón Sócrates”. Ahí se sentaba a meditar. Tenía nociones de la filosofía, dicen unos. Otros reconocen su apetito, sobre todo por la música, pintura y la política de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX (Humareda hizo una serie de dibujos sobre la muerte del político francés Jean- Paul Marat).
Le encantaba almorzar, oler y respirar en Miraflores. Una vez caminando por la avenida Larco, Mariátegui le preguntó: “Víctor, ¿a quién pertenece el arte, a la elite o al pueblo?” Humareda paró en seco, miró al cielo y dijo: “A la humanidad”. Y siguió caminando.
Su trazo era como el bolero, una melodía marginal en donde se embebía de historia de las cuales salía airoso. No le apetecía los rostros comunes. Le fascinaba la belleza de los extremos, la de un hombre viejo y feo y la de una joven con el cuerpo más violín. Recuerdan que iba a veces a un strip tease en la avenida Manco Cápac, no le importaba los gritos, él se acercaba para ver de cerca de las chicas, y volvía mayormente molesto a su butaca. “¡Es horrrrrrrrrrrrible!”.
Cuentan que el celador del hotel y discípulo, Mario Sierra, lo acompañaba al burdel La Nené, donde el maestro visitaba a “Karina”. En sus últimos dos años de vida la había dejado, porque se volvió fea, y se iba al Cinco y Medio, donde buscaba primero a “Nora” y luego a “Elizabeth”, a quien comparaba con la Monroe.
Los nombres se confunden, y que las chicas lo explotaban. A una la llevaba al cine y al café, otra le cobraba en exceso y él sólo tenía derecho a pasarle la mano por la espalda. Que “Elizabeth” se fue un día a Panamá a hacerse un futuro y Humareda dejó de ir a los burdeles. Es parte del mito.
Se especula que el maestro del expresionismo peruano prefirió los amores de alquiler por un trauma psicológico: a Emilio, su padre, lo mataron en 1924 por un problema amoroso.
También se exagera hasta la insania su amor por Marilyn Monroe. Schwarz le da otra lectura, cree que lo que atraía a Humareda de ella, más allá de la belleza física, era el dramatismo de la vida de la diva.
No es mentira, en cambio, que al maestro, por su facha, lo botaron de varios lugares: Un mozo en el Haití de Miraflores, una argentina dueña de una galería en Camino Real, y otros más, que lo juzgaban por sus ropas (seguimos iguales). Por una solidaridad con su situación, este genio del pincel nunca dejaba que los mendigos se vayan con las manos vacías cuando visitaban su mesa.
Mariátegui, quien lo acompañó alguna vez al burdel, asistió a la primera pedicura del maestro, ya que el maestro tenía callos por los zapatos gruesos que usaba. “Nunca he visto pies tan blancos”, jura. Humareda podría ser un hombre humilde, pero era un hombre limpio que se bañaba todos los días en el baño común del Lima.
Y nunca dejó de andar en saco y corbata, roja o amarilla. Ni el día que lo internaron para la primera de sus cirugías. Los amigos le compraron un pijama y el maestro jaló su corbata para irse contento.
Es verdad que él mismo desmontaba sus exposiciones porque temía que le robarán sus cuadros. En realidad, desde los años 60, no había expuesto sus cuadros, sino que eran cuadros vendidos y a Humareda se le invitaba para la inauguración, valgan verdades.
Peter Pan murió hace 20 años. Todavía se ríe en esa foto que de emergencia se la pidieron a Schwarz para la lápida. “Al eximio pintor Víctor Humareda Gallegos”.
Yace en el número D47, un nicho esquinado en el cuarto piso del pabellón San Desiderio, tras la sexto puerta del cementerio Presbítero Maestro, el de precios más módicos.
La verdad que a Humareda no le gustaría su nicho: Un cuarto más angosto que el del Lima, pintado de color vainilla, sólo agraciado por un pincel, una paleta y el logotipo del INC, con una jardinera rota hace varios años. ¿Qué habría pintado el maestro? No lo sabemos.
Un día antes de hospitalizarse (19 de noviembre, cuando se supone terminó su último cuadro) hizo llamar a cuatro amigos. El de la camilla, era una sombra sin risa ni voz del Humareda anterior, sin muchas fuerzas siquiera para escribir en sus cuadernillos lo que pensaba. Un adelanto a ese cuadro final era visitarlo en La Parada y ver su cuarto repleto de cajas de medicamentos. (Dicen que ya sabiendo que la parca lo visitaría, se fue al sur a visitar a su hermana materna para dejarle la condecoración que le había dado el alcalde Alfonso Barrantes).
Murió a las dos de la mañana del 21 de noviembre de 1986 en la habitación número cuatro, en el segundo piso del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas. El BCR, propietario del último cuadro plasmado por Humareda –La quinta Heeren– pagó el entierro. También se hizo una colecta entre los galeristas que vendieron sus obras. Pocos respondieron.
Lo velaron en la parroquia Sagrado Corazón de Barranco. Dicen que lo enterraron con la chalina roja, nadie lo sabe a ciencia cierta. El 22 por la mañana lo trasladaron a Bellas Artes para que se despida. Finalmente, al Presbítero, donde –era verdad– el cuerpo no entraba en el nicho. Un niño se metió y sacó una botella, la cual, igual que el último foco del cuarto del hotel Lima, los guarda Schwarz como joyas. Hay más leyendas, lo que es indudable es que Humareda fue un genio y ríe, como Peter Pan, jugando con su paleta multicolor, eternamente.
Fuente: Una estrella (solitaria) en La Parada autor José Vadillo Vila. Publicado en EDICIÓN ESPECIAL DE VARIEDADES Año 98. Tercera etapa. Nº 22. Suplemento del diario El Peruano. Martes 21 de noviembre de 2006
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