21 julio 2010

El Centro de Lima y MVLL

Escenarios en el centro de Lima
El viejo centro de Lima, el que fuera escenario de la
espléndida vida cortesana de la Colonia, tanto como
del poder de las órdenes religiosas que allí construyeron
sus conventos y sus portentosos templos barrocos, ese
centro es una atmósfera frecuente en La ciudad y los
perros, aunque su máximo carácter escenográfico se
dará en Conversación en La Catedral. Los cadetes del
Leoncio Prado van al centro cuando empiezan sus días
de franco, van en tranvía (un sistema que ya no existe).
En ese centro, en torno a la plaza San Martín, que forma
parte de la primera gran modernización de Lima y se inaugura en las celebraciones del primer centenario de la Independencia, en 1921, allí estaba la parte parisina de Lima, los cafés modernos, los restaurantes bistró, los bares y el célebre hotel Bolívar. Este, un hermoso edificio
levantado por la misma época en la que se inaugura la plaza, fue nuestro Ritz, nuestro Carrera, nuestro Lido, nuestro grand hotel, y hasta hoy pugna por mantener su hermoso local según su esplendor original. En los tiempos de La ciudad y los perros, parte del hotel era el Grill Bolívar, una boite de gran solera abierta hacia La Colmena, a la que acudía la oligarquía limeña para bailar el mambo. Competía con este grill, el Embassy, donde se menearon Mara la Savaje, Anakaona, las Dolly Sisters y gritó como una foca el cara’e foca Dámaso Pérez Prado. Muchos cadetes iban para tomar el tranvía que los habría de llevar al Callao, el paraíso de los burdeles:
Bajo el reloj de la Colmena, instalado frente a la plaza San
Martín, en el paradero final del tranvía que va al Callao,
oscila un mar de quepís blancos. Desde las aceras del
Hotel Bolívar y el Bar Romano, vendedores de diarios,
choferes, vagabundos, guardias civiles, contemplan
la incesante afluencia de cadetes: vienen de todas
direcciones, en grupos, y se aglomeran en torno al
reloj, en espera del tranvía. (…) Los cadetes de tercero
maldicen entre dientes cada vez que, el pie levantado
para subir al tranvía, sienten una mano en el pescuezo
y una voz: “Primero los cadetes, después los perros”.
[2001:102]
Una buena síntesis de la Lima de compartimentos estanco que menciona Vargas Llosa, está en estas citas de su gran novela La ciudad y los perros:
(…) los cadetes impresionan a las hembritas, no a las de
Miraflores, pero sí a las de Lince. (…) Subieron al Expreso
en el paradero del Colegio Raimondi y bajaron en la plaza
San Martín. (…) Decidieron ir al cine Metro. (…)
-El cine Metro es bonito –dijo ella-. Muy elegante. (La ciudad y los perros)
Alberto, el Poeta, el joven perdido en laberintos existenciales que él mismo desconoce pero que lo desfasan de cualquier lugar donde se encuentre, sueña la secuencia de su romance tanto como la superación de un presente hostil, un presente de perro:
(…) la llevaré al parque Necochea (que está al final del
malecón de la Reserva, sobre los acantilados verticales
y ocres que el mar de Miraflores combate ruidosamente;
desde el borde se contempla, en invierno, a través de la
neblina, un escenario de fantasmas: la playa de piedras,
solitaria y profunda). Pensó. [2001:136] (…) Alberto
pensó: “Estudiaré mucho y seré un buen ingeniero.
Cuando regrese, trabajaré con mi papá, tendré un carro
convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con
Marcela y seré un donjuán. Iré todos los sábados a bailar
al Grill Bolívar y viajaré mucho. Dentro de algunos años ni
me acodaré que estuve en el Leoncio Prado”. [2001: 34 - 35]

Desfile en el Campo de Marte
Otro lugar de Lima de mucho significado para los jóvenes de la generación de Alberto, fuera y dentro de la ficción de La ciudad y los perros, es el Campo de Marte, situado en el distrito de Santa Beatriz. Allí, todos los años, en las Fiestas Patrias (28 y 29 de julio) se realizaba un imponente desfile militar donde participaban los más renombrados colegios públicos y privados, masculinos, de la ciudad. El que más destacaba era el Colegio Militar Leoncio Prado, por los uniformes que vestían los cadetes, por la calidad marcial del paso y porque, vistos en conjunto, estos muchachos parecían deponer sus jerarquías internas cuando enfrentaban un objetivo
común. Como en la guerra:
Alberto mira y, con sorpresa, descubre ante él la vasta
explanada cubierta de hierba donde se emplazan los
cadetes del Leoncio Prado el 28 de julio, para el desfile. [2001:257]
Centro y periferia
El Jaguar y Tere en la novela de Vargas Llosa, son ajenos a los dramas interiores de Alberto. Lo de ellos no es dostoiewskiano, parece ser más pedestre: el poder macho, el ideal de vida pequeño burgués, el know how para iniciar una relación de pareja en una época en la que los jóvenes y las chicas se daban la mano al saludarse, la condición humana del común de los mortales. Ellos tienen sus escenarios, la periferia del centro de Lima con
sus avenidas radiales, su monumentalidad pública (la Penitenciaría –donde hoy se levanta el hotel Sheraton–, el Palacio de Justicia, casi una réplica de un edificio belga), el Parque de la Exposición, el Parque de Neptuno, el Parque de la Reserva (hoy allí suenan trece piletas musicales). Pero también está, como un escenario de fuga, la salida hacia el sur de la ciudad, en el tranvía:
La esperé como siempre en la tienda de Alfonso Ugarte,
y, cuando salió, me acerqué inmediatamente. Nos dimos
la mano y empezamos a hablar de su colegio. Yo tenía
las revistas bajo el brazo. (…) cuando cruzamos la plaza
Bolognesi (…). [2001:257]
El tranvía Lima Chorrillos cruzaba la fachada rojiza de
la Penitenciaría, la gran mole blancuzca del Palacio de
Justicia y, de pronto, surgía un paraje refrescante, altos
árboles de penachos móviles, estanques de aguas
quietas, senderos tortuosos con flores a los márgenes y,
en medio de una redonda llanura de césped, una casa
encantada de muros encalados, altorrelieves, celosías
y muchas puertas con aldabas de bronce que eran
cabezas humana: el parque Los Garifos.” [2001:249]

Conversación en La Catedral (1969)4
La cuarta obra de Mario Vargas Llosa, la monumental Conversación en La Catedral, se publica con gran éxito de lectoría y crítica. En este voluminoso relato de historias cruzadas, ya el autor deja ver con claridad su voluntad de crear una novela total, que integre vida y obra pero sobre todo, un universo coherente y unitario, un mundo autónomo de la realidad que lo inspira pero a
la vez, el reflejo de esa realidad y de toda otra que se le asemeje. Porque el sentido de esta novela es la corrosión de una sociedad por el poder corrupto y dictatorial, que no solamente destruye instituciones sino que devasta conciencias, aparatos psíquicos y sistemas morales.
Otra versión de Miraflores
Miraflores, omnipresente en los relatos de Vargas Llosa, tiene una función en Conversación en La Catedral, ubicar con claridad el sector social de pertenencia de ciertos personajes, los que representan a las clases acomodadas. Allí están retratados lugares que ya hemos encontrado en los relatos anteriormente reseñados, el Crem Rica, la Tiendecita Blanca (entre Larco y Ricardo
Palma), el Campo de Marte, La Herradura:
¿A las tres en el Crem Rica de Larco, flaco? A las tres
en punto, pecoso. (…) Acababan de abrir la sucursal
del Banco de Crédito y, por las ventanas del Crem Rica,
Popeye veía cómo las puertas tumultuosas se tragaban a
la gente que había estado esperando en la vereda. Hacía
sol, los expresos pasaban repletos, hombres y mujeres se
disputaban los colectivos en la esquina de Schell.
[2001: 31- 33]
Vengan, suban al carro.
–A La Herradura a tomar milk shakes con hot dogs, papá
–dijo Santiago.
–A la rueda Chicago que han puesto en el Campo de
Marte, papá –dijo el Chispas. [2001: 70]

El núcleo, el centro
Esta narración magistral tiene, sin embargo, como núcleo el centro de Lima, donde se ubicaban los locales de los diarios que circulaban en Lima, El Comercio, la Prensa, Última Hora, La Crónica. Ese centro en los años cincuenta es a la vez el corazón del poder, el espacio para el despliegue de la vida familiar de los limeños (las compras, el entretenimiento), el punto de reunión de
una serie de recintos laborales de los sectores público Alfonso Ugarte 203, acá estuvo ubicado el bar La Catedral, un tópico literario esencial en las letras peruanas modernas y privado y –esencial en la novela– el concentrado de todas las opciones para la vida bohemia del clásico periodista de época, el hombre desencantado y ácido, que poca diferencia encuentra entre una nota policial
y una política. El fumador, putañero y bebedor, que se reúne al finalizar la jornada en bares, cafés o chinganas para descargar su frustración con otros colegas, a partir de la ingesta de botellas de cerveza cuya cuenta se va perdiendo a medida que la mesa se pone color de hormiga. Es todavía en el centro que la batahola política impacta más que en el resto de la ciudad, la revuelta,
ese hábito casi costumbrista que se enciende y se apaga, salvo que se instale sin pronóstico de fin, como en el caso de los golpes militares que han hecho de la historia republicana peruana, una suerte de tic tac entre el periodo democrático y la dictadura castrense.
Manuel A. Odría, el general de la alegría, como le llamaban sus partidarios, da un golpe militar contra José Luis Bustamante y Rivero en el año 1948, y permanece en el poder hasta las elecciones de 1956, unos comicios convocados por él mismo ante el temor de las instituciones democráticas de que su régimen se perennizara en el poder. Odría contaba con un asesor en las sombras, la inspiración de Cayo Bermúdez –Cayo Mierda– en la novela, cuya especialidad eran lo que hoy conocemos como psico sociales, destinados a amedrentar a los opositores al régimen. Los demás personajes de Conversación en La Catedral tienen también sus propios referentes, y hay que buscarlos en el hombre de a pie, en una ciudad y en un época marcadas por la frustración, la
asfixia y el aislamiento.
Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida
Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y
descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando
en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se
había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los
vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando
los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia
La Colmena. [2001:13]
La Catedral, no una iglesia
La Crónica era el centro de trabajo de Santiago Zavala, como lo fue el del joven periodista Mario Vargas Llosa.
En la atmósfera gris de ese centro, aunque en una zona más próxima a los barrios originales de Lima, en ese entonces muy degradados, próximos a un río Rimac contaminado, cuna de miseria y marginalidad, en un barcito de mala muerte cercano al Puente del Ejército, llamado La Catedral, se entabla entre Santiago y Ambrosio, el chofer de su padre, una charla de cuatro horas que pone el hilo conductor a la novela:
–Si tienen cerveza helada me gustará –dice Santiago–.
Vamos, Ambrosio.
Parecía mentira que el niño Santiago tomara ya cerveza,
y Ambrosio ríe, los recios dientes amarillos verdosos al
aire: el tiempo volaba, caracho. Suben la escalera, entre
los corralones de la primera cuadra de Alfonso Ugarte
hay un garaje blanco de la Ford, y en bocacalle de la
izquierda asoman, despintados por la grisura inexorable,
los depósitos del Ferrocarril Central. Un camión cargado
de cajones oculta la puerta de La Catedral. Adentro,
bajo el techo de calamina, se apiña en bancas y mesas
toscas una rumorosa muchedumbre voraz. Dos chinos
en mangas de camisa vigilan desde el mostrador las
caras cobrizas, las angulosas facciones que mastican
y beben, y un serranito extraviado en un rotoso mandil
distribuye sopas humeantes, botellas, fuentes de arroz.
Mucho cariño, muchos besos, mucho amor truena una
radiola multicolor, y al fondo, detrás del humo, el ruido,
el sólido olor a viandas y licor y los danzantes enjambres
de moscas, hay una pared agujereada –piedras, chozas,
un hilo de río, el cielo plomizo– y una mujer ancha,
bañada en sudor, manipula ollas y sartenes cercada por
el chisporroteo de un fogón. Hay una mesa vacía junto a
la radiola, entre la constelación de cicatrices del tablero
se distingue un corazón flechado, un nombre de mujer:
Saturnina. [2001: 24]
La descripción del interior del bar La Catedral, del que ahora quedan sus ruinas, pareciera el conjunto de indicaciones de un escenógrafo para una puesta en escena dentro de una clásica chingana peruana, o mejor, de una chingana de los años cincuenta, de la que el día de hoy vemos ciertos testimonios, aunque modernizados con carteles de neón, televisores y congeladoras. Otro
lugar del centro de Lima, de carácter altamente simbólico, es el bar Negro Negro, situado en la Plaza San Martín. El Negro Negro era tributario de las caves parisinas donde se crea y desfoga el Existencialismo, esa filosofía que parte de la muerte de Dios y se imbrica en lo cotidiano y en el arte, en el jazz, en la canción visceral de Juliette Greco. Nuestra cave también protagoniza importantes episodios de Conversación en La Catedral, aquellos ligados a una bohemia limeña de mayor sofisticación, un lugar al que Ambrosio jamás habría podido ingresar, pero Zavalita sí:
–He dejado sueldos íntegros aquí –dijo Carlitos
–Yo es la primera vez que vengo al Negro - Negro– dijo
Santiago. Vienen aquí muchos pintores y escritores ¿no?
–Pintores y escritores náufragos. Cuando yo era un pichón, espiaba, escuchaba, cuando reconocía a un escritor me crecía el corazón. Quería estar cerca de los genios, quería que me contagiaran.[2001: 160]
El Negro Negro decayó y cerró, cuando el centro de Lima empezó también a declinar. Hoy asistimos a un nuevo intento por reflotarlo, en su misma, escondida, ubicación. Otros ámbitos en el centro de Lima marcan la identidad del personaje con su entorno. Los jirones viejos, decadentes pero llenos de vida, como el de la Unión y Azángaro. El antiguo local, antiquísimo, de
la Universidad de San Marcos, la primera creada por los españoles en América, situada en el Parque Universitario, en cuyos claustros vetustos Mario Vargas Llosa estudió para abogado. Algunos signos de mayor clase y solera, como el hotel Maury, en cuyo bar, se dice, fue inventado el pisco sour. La respetable Biblioteca Nacional, cuando estaba ubicada en la avenida Abancay, hasta su traslado al flamante local actual de Javier Prado. El paradigmático bar Palermo, quizás el que más y mejor juntó a escritores, poetas y pintores por más de una generación, también muy cerca del Parque Universitario, en La Colmena casi con Azángaro. La Antigua panadería y pastelería Huérfanos, con algo de fonda italiana, donde Juan Mejía Baca solía despachar y Martín Adán podía ser visto con un trago en la mano:
Bermúdez salió (…) del ministerio. ¿Era la hora de salida
de las oficinas? Las calles estaban llenas de gente y de
ruido. Se mezcló con la muchedumbre, siguió la corriente,
fue, vino, volvió por aceras estrechas y atestadas,
arrastrado por una especie de remolino o hechizo,
deteniéndose a veces en una esquina o umbral o farol
para encender un cigarrillo. En un café del jirón Azángaro
pidió un té con limón (…). En una librería refugiada en
un pasillo del Jirón de la Unión, hojeó novelitas, (…).
Oscurecía ya y las calles estaban desiertas cuando entró
al hotel Maury y pidió una habitación. [2001: 62 - 63]
(…) iban juntos a la biblioteca de San Marcos o a la
Nacional.(…) Al salir de la universidad, (…) conversaban
horas en El Palermo de La Colmena, discutían horas en
la pastelería Los Huérfanos de Azángaro, comentaban
horas las noticias políticas en un café-billar a espaldas del
Palacio de Justicia. [2001: 93]
Pero hasta ahí, el territorio de lo conocido. Porque cruzando
el Puente del Ejército, se entraba a una terra incognita, un
espacio de malandrines, prostitutas, vivanderas callejeras
y una vieja historia urbana como telón de fondo. Fue allí
que se verbalizó una oración que ha terminado siendo un
punto de inflexión en la reflexión sobre nuestro país, ¿en
qué momento se había jodido el Perú? [2001:13]

(…) al otro lado del puente, en el Rímac, (…) muchachos
con caras de matones, matones con caras de
tuberculosos fumaban bajo los rancios faroles de
Francisco Pizarro, y Santiago avanzó entre cantinas que
escupían borrachitos tambaleantes y los mendigos, las
criaturas desarrapadas y los perros sin dueño de otras
veces (…). [2001: 162]
Fuente: La Lima de Mario Vargas Llosa. Rutas literarias. Textos y edición general: Rafo León. Una publicación de la Comisión de Promoción del Perú para la exportación y el turismo PromPerú. Lima, Agosto 2008. Documento completo.

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