El centralismo y los problemas de la democracia en el Perú
La precariedad de la democracia en el Perú tiene una relación profunda con el centralismo. El proceso de constitución del Perú como nación se ha realizado en torno a un patrón de desarrollo desigual que concentra los recursos económicos y humanos en determinadas ciudades de litoral (Lima, Arequipa, Trujillo), subdesarrollando su entorno inmediato. Este proceso ha llegado a su extremo en Lima, que es donde terminan todos los circuitos de poder, económico, político y simbólico. No se trata sólo de que existe una distribución inequitativa de los recursos económicos y humanos. El problema fundamental es la existencia de un patrón de desarrollo que lleva las desigualdades al extremo. Según el censo de 1876 (el único que se hizo en el siglo XIX), en Lima vivía 1 de cada 26 peruanos, en el de 1940 la relación era ya de 1 por de cada 11, y ahora se acerca a 1 por cada 3. Este patrón de desarrollo tiende a reproducirse a escala regional, de tal manera que la centralización de los recursos humanos y materiales en Lima y algunas otras pocas ciudades importantes (Arequipa, Trujillo) tiene una estrecha vinculación con el proceso de decadencia de los antiguos centros de poder.
El proceso de centralización del poder económico y político en Lima y el litoral va acompañado de la decadencia de la sierra. Como se ha señalado, en esta región vivían en 1940 las dos terceras partes de la población del país, pero para 1993 su población representaba apenas la tercera parte. En el mismo período, la costa, que tenía la cuarta parte de la población en 1940, pasó a tener más de la mitad. La decadencia de la sierra ha tenido como consecuencia directa la pérdida de peso político de la población indígena; en tanto se considera que los indios viven en la sierra, la pérdida de peso de ésta incide en la menor fuerza relativa de éstos en el balance global de poder.
En lo político, la independencia supuso la quiebra de la clase dominante colonial y la ausencia de una nueva clase nacional capaz de articular una propuesta hegemónica, de carácter nacional. De allí la recurrencia del militarismo, que venía a cubrir el vacío de poder, y la extrema debilidad y precariedad del poder central. Esto favoreció la privatización del poder; el desarrollo de poderes locales muy fuertes, que constituyeron el gamonalismo, la estructura de control a través de la cual se encuadraría a la población indígena hasta fi nes de la sociedad oligárquica, manteniéndola apartada de la ciudadanía por más de un siglo. El hecho de que la capital estuviera en la costa, de espaldas al interior (a diferencia de lo que ocurre en Bolivia y Ecuador), contribuyó a reforzar el proceso por el cual la sierra fue perdiendo gravitación social, política y económica.
La mayoría de la población marginada, de la ciudadanía y del poder trajo como consecuencia un profundo divorcio entre lo que decían las normas y los debates programáticos (inspirados en los idearios e instituciones de los países europeos), y lo que era la dinámica social real del país. De allí que el Estado tuviera muy poca representatividad y que lo que sucedía en la sociedad política no diera cuenta necesariamente de la dinámica real de la sociedad civil y sus confl ictos. Allí donde una fracción social que no representaba más de la décima parte de la población se arrogaba la condición de “peruana”, excluyendo de la ciudadanía a las nueve décimas restantes de los peruanos, la representatividad del Estado tenía que ser muy precaria.
La traba fundamental que cerró el camino a la construcción de un orden democrático fue la persistencia de las relaciones coloniales de dominación luego de la Independencia. La población indígena no era vista como parte de la Nación a construir sino como un grupo social que eventualmente podría incorporarse a la ciudadanía previa redención; a lo más una suerte de protoperuanos.
Para los conservadores más radicales, el indio era irrecuperable debido a sus taras biológicas irreversibles, y había que eliminarlo mediante el mestizaje biológico y la aculturación; mientras este programa se cumplía, lo que el Estado debía hacer era organizar una tutela institucionalizada.
El racismo antiindígena colonial cumplió una función ideológica muy importante para consagrar la existencia Democracia y Nación. La Promesa pendiente de una sociedad estamental, donde cada uno tenía su lugar y donde la movilidad social no era legítima. Estas posiciones se sostenían abiertamente aún en la primera mitad del siglo XX.
En un balance de lo que signifi caron las décadas que corren entre 1930 y 1980 debe constatarse que la política cambió por la irrupción de los sectores populares en la política a través de los partidos de masas. Este proceso no estuvo exento de contradicciones. Es un hecho muy llamativo que el APRA no presionara por ampliar la base del sufragio cuando pudo hacerlo. El voto femenino y el de los analfabetos no formó parte del programa aprista en la Constituyente de 1933, ni del parlamento dominado por el APRA durante la breve primavera democrática del régimen de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), en que los apristas cogobernaron. Aparentemente los
líderes apristas temían que esos sectores apoyaran a candidatos distintos de los del partido. Las mujeres, que constituyen la mitad del país, tuvieron que esperar a 1956 por el derecho a votar, y fue el dictador Manuel A. Odría quien les reconoció ese derecho. Los indígenas siguieron marginados a través del veto a los analfabetos, que se levantó recién en la Asamblea Constituyente de 1979 (otra vez, convocada por un régimen autoritario). En esta última oportunidad, finalmente, se incorporó al derecho al sufragio a los mayores de 18 años de edad. Todo tarde, como lo mostraría la emergencia de Sendero Luminoso.
A cerca de dos siglos de su fundación como República, el Perú sigue prisionero de sus fantasmas, y no parece que la invocación de Jorge Basadre, a superar el abismo social y terminar con el Estado empírico, para no repetir la tragedia vivida la guerra con Chile, vaya a tener eco. Al iniciar el siglo XXI los grandes problemas nacionales siguen siendo una tarea por abordar.
El proceso de centralización del poder económico y político en Lima y el litoral va acompañado de la decadencia de la sierra. Como se ha señalado, en esta región vivían en 1940 las dos terceras partes de la población del país, pero para 1993 su población representaba apenas la tercera parte. En el mismo período, la costa, que tenía la cuarta parte de la población en 1940, pasó a tener más de la mitad. La decadencia de la sierra ha tenido como consecuencia directa la pérdida de peso político de la población indígena; en tanto se considera que los indios viven en la sierra, la pérdida de peso de ésta incide en la menor fuerza relativa de éstos en el balance global de poder.
En lo político, la independencia supuso la quiebra de la clase dominante colonial y la ausencia de una nueva clase nacional capaz de articular una propuesta hegemónica, de carácter nacional. De allí la recurrencia del militarismo, que venía a cubrir el vacío de poder, y la extrema debilidad y precariedad del poder central. Esto favoreció la privatización del poder; el desarrollo de poderes locales muy fuertes, que constituyeron el gamonalismo, la estructura de control a través de la cual se encuadraría a la población indígena hasta fi nes de la sociedad oligárquica, manteniéndola apartada de la ciudadanía por más de un siglo. El hecho de que la capital estuviera en la costa, de espaldas al interior (a diferencia de lo que ocurre en Bolivia y Ecuador), contribuyó a reforzar el proceso por el cual la sierra fue perdiendo gravitación social, política y económica.
La mayoría de la población marginada, de la ciudadanía y del poder trajo como consecuencia un profundo divorcio entre lo que decían las normas y los debates programáticos (inspirados en los idearios e instituciones de los países europeos), y lo que era la dinámica social real del país. De allí que el Estado tuviera muy poca representatividad y que lo que sucedía en la sociedad política no diera cuenta necesariamente de la dinámica real de la sociedad civil y sus confl ictos. Allí donde una fracción social que no representaba más de la décima parte de la población se arrogaba la condición de “peruana”, excluyendo de la ciudadanía a las nueve décimas restantes de los peruanos, la representatividad del Estado tenía que ser muy precaria.
La traba fundamental que cerró el camino a la construcción de un orden democrático fue la persistencia de las relaciones coloniales de dominación luego de la Independencia. La población indígena no era vista como parte de la Nación a construir sino como un grupo social que eventualmente podría incorporarse a la ciudadanía previa redención; a lo más una suerte de protoperuanos.
Para los conservadores más radicales, el indio era irrecuperable debido a sus taras biológicas irreversibles, y había que eliminarlo mediante el mestizaje biológico y la aculturación; mientras este programa se cumplía, lo que el Estado debía hacer era organizar una tutela institucionalizada.
El racismo antiindígena colonial cumplió una función ideológica muy importante para consagrar la existencia Democracia y Nación. La Promesa pendiente de una sociedad estamental, donde cada uno tenía su lugar y donde la movilidad social no era legítima. Estas posiciones se sostenían abiertamente aún en la primera mitad del siglo XX.
En un balance de lo que signifi caron las décadas que corren entre 1930 y 1980 debe constatarse que la política cambió por la irrupción de los sectores populares en la política a través de los partidos de masas. Este proceso no estuvo exento de contradicciones. Es un hecho muy llamativo que el APRA no presionara por ampliar la base del sufragio cuando pudo hacerlo. El voto femenino y el de los analfabetos no formó parte del programa aprista en la Constituyente de 1933, ni del parlamento dominado por el APRA durante la breve primavera democrática del régimen de José Luis Bustamante y Rivero (1945-1948), en que los apristas cogobernaron. Aparentemente los
líderes apristas temían que esos sectores apoyaran a candidatos distintos de los del partido. Las mujeres, que constituyen la mitad del país, tuvieron que esperar a 1956 por el derecho a votar, y fue el dictador Manuel A. Odría quien les reconoció ese derecho. Los indígenas siguieron marginados a través del veto a los analfabetos, que se levantó recién en la Asamblea Constituyente de 1979 (otra vez, convocada por un régimen autoritario). En esta última oportunidad, finalmente, se incorporó al derecho al sufragio a los mayores de 18 años de edad. Todo tarde, como lo mostraría la emergencia de Sendero Luminoso.
A cerca de dos siglos de su fundación como República, el Perú sigue prisionero de sus fantasmas, y no parece que la invocación de Jorge Basadre, a superar el abismo social y terminar con el Estado empírico, para no repetir la tragedia vivida la guerra con Chile, vaya a tener eco. Al iniciar el siglo XXI los grandes problemas nacionales siguen siendo una tarea por abordar.
“El racismo y el corporativismo seguían vivos en las subjetividades y cerraban el camino a los imprescindibles cambios que la realidad demandaba. Los intentos de abrir la estructura social peruana a la movilidad social fueron resistidos por esas cárceles de larga duración que son las mentalidades. Y la incapacidad de abrir camino para el despliegue de la nueva realidad sentó las bases para el estallido en los años ochenta de una de las peores crisis de la historia peruana. En la incapacidad de concluir la revolución antioligárquica en el terreno de las subjetividades, se encuentra una clave fundamental para entender el estallido de una crisis social que abrió camino a diversos procesos disgregadores aparentemente independientes entre sí, como la violencia política, la crisis de la institucionalidad, la involución del Estado y su copamiento por Fujimori, la formación de un Estado corrupto y corruptor y la destrucción del sistema político de representación, que culminó con la desaparición del sistema de partidos a comienzos de los años noventa” (Manrique 2004).
Construir la democracia en el país, hoy, supone encarar diferentes formas de representación. La propuesta oficial de la República fue la negación de la diversidad existente y el intento de imponer la homogeneidad en torno una sola cultura: la criolla. Esta propuesta ha fracasado por la crisis de la propia identidad criolla, debido a su carácter colonial, que la pone en desventaja cuando se trata de emprender un proceso de modernización. Hoy el desafío es imaginar formas de representación que recojan la pluralidad y la diversidad dentro de la unidad de la Nación.
Construir la democracia en el país, hoy, supone encarar diferentes formas de representación. La propuesta oficial de la República fue la negación de la diversidad existente y el intento de imponer la homogeneidad en torno una sola cultura: la criolla. Esta propuesta ha fracasado por la crisis de la propia identidad criolla, debido a su carácter colonial, que la pone en desventaja cuando se trata de emprender un proceso de modernización. Hoy el desafío es imaginar formas de representación que recojan la pluralidad y la diversidad dentro de la unidad de la Nación.
Fuente: Democracia y Nación. La Promesa pendiente autor Nelsón Manrique Gálvez. PROGRAMA DE LAS NACIONES UNIDAS PARA EL DESARROLLO
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