El primer golpe de Estado - Perú 1822
Los primeros días democráticos del Perú no fueron muchos, apenas ciento cincuenta y siete. Un grupo de militares ambiciosos diciendo que quería salvar al Perú se amotinó en Balconcillo, Lima, tomó presos a los miembros de la Junta Gubernativa y obligó al Congreso Constituyente a elegir como primer presidente del Perú a José Mariano de la Riva-Agüero y Sánchez Boquete, un coronel de milicias civiles más conocido en la capital como el “niño Pepito”i. Este precoz alzamiento presagió la cadena de desmanes cometidos por los militares durante cerca de dos siglos.
Fueron días terribles, la Independencia era prácticamente un proyecto y nada más. Las fuerzas realistas eran poderosas, controlaban casi todo el territorio nacional y muchas conciencias. No se había dado ninguna batalla de importancia. Había desconcierto, incertidumbre, miedo. Por todas partes se olía a traición.
El gobierno del Perú había estado desde la Proclamación de la Independencia, el 28 de julio de 1821, en manos de su Protector, don José de San Martín. Una de las primeras medidas que tomó este ilustre “militar no militarista”, esta “avis rara” del ejército argentino, fue la de convocar elecciones para un Congreso Constituyente de quien se esperaba delinearía la vida democrática del país. El 20 de setiembre de 1822 se instaló dicha asamblea bajo muestras de euforia popular que se desvanecieron cuando San Martín se quitó la banda bicolor y dimitió como Jefe Supremo del Perú diciendo: “Peruanos: Desde este momento queda instalado el Congreso Soberano y el pueblo reasume el poder supremo en todas partes”ii. Esa misma noche Lima quedó consternada al enterarse de que el Protector del Perú, harto de la falta de unión de nuestros políticos, de las intrigas de sus colaboradores militares y del egoísmo de Bolívar, se embarcó calladamente en el bergantín –Belgrano- para no regresar jamás. En declaraciones a su secretario dijo: “para sostenerme en mi puesto hubiera sido necesario fusilar a algunos jefes y me faltó valor para hacerlo con compañeros que me han acompañado en los días felices y desgraciados”iii. Días más tarde el pueblo se enteró de la profética proclama de San Martín que, refiriéndose al Congreso, decía: “Peruanos: os dejo establecida la representación nacional; si depositáis en ella una entera confianza, cantad el triunfo, si no la anarquía os devorará”iv. Muchos peruanos confiaron en el Congreso. Desgraciadamente muchos militares, no.
La ausencia de San Martín también significó que el destino del Perú quedase, como debiera haber sido, en manos de autoridades elegidas por peruanos.
Hasta ese momento sólo se había liberado la costa del norte hasta Lima. Las tropas del virrey La Serna acechaban la capital y podían conquistarla sin mayores esfuerzos. En ese mar de incertidumbre flotaba la ambición de los jefes del ejército patriota, esos que no fusiló San Martín a pesar de que en octubre de 1821, a escasos tres meses de la jura de la Independencia, descubriese un complot contra él, debelándolo con prudencia y sin aspavientos, y en vez de castigar a los culpables compró sus lealtadesvi. Se inauguraba así una práctica lamentable: mantener la lealtad al gobierno constituido a base de colmar con prebendas a la jerarquía militar.
No era injustificado el temor por parte de los miembros del Congreso de que algún militar usurpase el poder y provocara luchas internas. El enemigo de la Independencia no era sólo el virrey español, eran también los militares peruanos. A fin de dar un compás de espera a momentos tan difíciles, el Congreso Constituyente decide no elegir a un presidente y toma por cuenta propia el Poder Ejecutivo hasta que la primera Constitución fuese promulgada. Con este fin nombra una Junta Gubernativa bajo la autoridad del Congreso. José de la Mar, la contrapartida peruana de San Martín como “militar no militarista” quizá irrepetible en nuestra historia, junto a otros dos diputadosvii formaron la Junta que trató de administrar el Perú y culminar la lucha libertadora.
Mientras los congresistas discutían las más variadas leyes y disposiciones, la Junta Gubernativa se esforzaba por mantener alejado al enemigo y unidos a los jefes del ejército peruano con los jefes de las tropas argentinas, chilenas y colombianas que vinieron a auxiliarnos, todo esto bajo una penuria económica casi insalvable.
La primera expedición contra el ejército realista terminó en un fracaso total. Las fuerzas enviadas a liberar la zona sur del Perú, llamada “Intermedios”, fueron derrotadas con poco esfuerzo por el formidable general español Jerónimo Valdés. Las razones de la derrota fueron muchas: el lado patriota estaba mal organizado, las fuerzas auxiliares, llamadas así por venir en nuestro auxilio, luchaban cada cual con bandera propia y con jefes que no respetaban la autoridad del comandante de la expedición, Rudecindo Alvarado. El español Valdés se ensañó con los patriotas y en dos batallas, la última en Moquegua el 27 de enero de 1823, de la expedición de tres mil patriotas quedaron sólo setecientos cincuenta sobrevivientes.
Las noticias llegaron a Lima muy pronto y la Junta Gubernativa dispuso inmediatamente nuevas medidas para armar otra expedición. Sin embargo, los militares acantonados en Balconcillo encabezados por Andrés Santa Cruz y Agustín Gamarra, y manipulados por el inefable “niño Pepito”, no lo permitieron, se rebelaron y dirigieron un manifiesto a la nación ⎯que transcribimos al final de este capítuloviii— conteniendo frases que serán repetidas posteriormente en muchos golpes de Estado. Entre ellas: que el ejército “no ha podido ser un mero espectador”, que los anima un “espíritu patriótico en defensa de la libertad e independencia” y que “el ejército está dispuesto a sacrificarse enteramente”. Por supuesto se erigen como únicos intérpretes del sentir del pueblo. Así, sobre la confianza, manifiestan que “Es notorio que la Junta Gubernativa no la ha merecido jamás”. Terminan el manifiesto imponiendo como presidente a Riva-Agüero —que al dejar el gobierno meses después será reo de alta traición— porque, según ellos, “su patriotismo tan conocido, su constancia, su talento, y todas sus virtudes garantizan su nombramiento del jefe que necesitamos”.
Lógicamente piden “amplios poderes” para el presidente a fin de que pueda resolver la crítica situación y, como siempre, alegan que “Es una emergencia”, aunque, como sucedería en todas las revoluciones de nuestra historia, los golpistas dejaran al país en una situación peor que la de “emergencia” que encontraron.
Uniendo hechos a sus palabras, los cabecillas levantaron a las tropas acantonadas en la hacienda Balconcillo y se dirigieron al Congreso. A su vez, las milicias cívicas, de la que el futuro presidente era coronel, también se sublevaron en Bellavista. Para terminar de amedrentar al parlamento, Riva-Agüero “movilizó sus agentes vinculados con el hampa limeña que salieron a vocear su nombre”ix. Mientras que el ofendido Congreso discutía, los amotinados apresaron a los miembros de la Junta Gubernativa y amenazaron a los congresistas. Poca maniobrabilidad le quedó al Congreso Constituyente, rebajado a “congresito”, tal como lo llamaron burlonamente los españoles.
No había nada más que discutir, José de la Riva-Agüero fue elegido primer Presidente del Perú a punta de sablazos. El primer gobierno democrático del Perú había durado muy poco, como ya dijimos, sólo ciento cincuenta y siete días.
A pesar del atropello algunos asambleístas se defendieron con dignidad. Francisco Luna Pizarro, Presidente del Congreso, dejó constancia por escrito de que no tenían libertad suficiente para deliberar, otros quince diputados se adhirieron a su protesta —entre los cuales figuraban Francisco Javier Mariátegui y Mariano José Arce—, muchos otros diputados simplemente se ausentaron. Al final, de los 76 diputados electos, sólo 32 — Hipólito Unanue y Manuel Pérez de Tudela entre ellos— eligieron el 28 de febrero de 1823 a Riva-Agüero Presidente del Perú, pero lo hicieron de forma tan precipitada y rastrera que no le fue señalada ni sus atribuciones ni la duración de su mandato. Es más, le dieron el trato de coronel de ejército aunque sólo había sido de milicias. Como esto le supo a poco al “niño Pepito”, el “congresito” le otorgó, cuatro días más tarde, un grado más alto, pero no el de general de brigada ni de división, tampoco el de mariscal, sino el de ¡Gran Mariscal! ¡Nuestro primer Gran Mariscal!x. Un inicio precoz de otorgar altos grados militares a gente sin preparación ni méritos.
Fueron días terribles, la Independencia era prácticamente un proyecto y nada más. Las fuerzas realistas eran poderosas, controlaban casi todo el territorio nacional y muchas conciencias. No se había dado ninguna batalla de importancia. Había desconcierto, incertidumbre, miedo. Por todas partes se olía a traición.
El gobierno del Perú había estado desde la Proclamación de la Independencia, el 28 de julio de 1821, en manos de su Protector, don José de San Martín. Una de las primeras medidas que tomó este ilustre “militar no militarista”, esta “avis rara” del ejército argentino, fue la de convocar elecciones para un Congreso Constituyente de quien se esperaba delinearía la vida democrática del país. El 20 de setiembre de 1822 se instaló dicha asamblea bajo muestras de euforia popular que se desvanecieron cuando San Martín se quitó la banda bicolor y dimitió como Jefe Supremo del Perú diciendo: “Peruanos: Desde este momento queda instalado el Congreso Soberano y el pueblo reasume el poder supremo en todas partes”ii. Esa misma noche Lima quedó consternada al enterarse de que el Protector del Perú, harto de la falta de unión de nuestros políticos, de las intrigas de sus colaboradores militares y del egoísmo de Bolívar, se embarcó calladamente en el bergantín –Belgrano- para no regresar jamás. En declaraciones a su secretario dijo: “para sostenerme en mi puesto hubiera sido necesario fusilar a algunos jefes y me faltó valor para hacerlo con compañeros que me han acompañado en los días felices y desgraciados”iii. Días más tarde el pueblo se enteró de la profética proclama de San Martín que, refiriéndose al Congreso, decía: “Peruanos: os dejo establecida la representación nacional; si depositáis en ella una entera confianza, cantad el triunfo, si no la anarquía os devorará”iv. Muchos peruanos confiaron en el Congreso. Desgraciadamente muchos militares, no.
La ausencia de San Martín también significó que el destino del Perú quedase, como debiera haber sido, en manos de autoridades elegidas por peruanos.
Hasta ese momento sólo se había liberado la costa del norte hasta Lima. Las tropas del virrey La Serna acechaban la capital y podían conquistarla sin mayores esfuerzos. En ese mar de incertidumbre flotaba la ambición de los jefes del ejército patriota, esos que no fusiló San Martín a pesar de que en octubre de 1821, a escasos tres meses de la jura de la Independencia, descubriese un complot contra él, debelándolo con prudencia y sin aspavientos, y en vez de castigar a los culpables compró sus lealtadesvi. Se inauguraba así una práctica lamentable: mantener la lealtad al gobierno constituido a base de colmar con prebendas a la jerarquía militar.
No era injustificado el temor por parte de los miembros del Congreso de que algún militar usurpase el poder y provocara luchas internas. El enemigo de la Independencia no era sólo el virrey español, eran también los militares peruanos. A fin de dar un compás de espera a momentos tan difíciles, el Congreso Constituyente decide no elegir a un presidente y toma por cuenta propia el Poder Ejecutivo hasta que la primera Constitución fuese promulgada. Con este fin nombra una Junta Gubernativa bajo la autoridad del Congreso. José de la Mar, la contrapartida peruana de San Martín como “militar no militarista” quizá irrepetible en nuestra historia, junto a otros dos diputadosvii formaron la Junta que trató de administrar el Perú y culminar la lucha libertadora.
Mientras los congresistas discutían las más variadas leyes y disposiciones, la Junta Gubernativa se esforzaba por mantener alejado al enemigo y unidos a los jefes del ejército peruano con los jefes de las tropas argentinas, chilenas y colombianas que vinieron a auxiliarnos, todo esto bajo una penuria económica casi insalvable.
La primera expedición contra el ejército realista terminó en un fracaso total. Las fuerzas enviadas a liberar la zona sur del Perú, llamada “Intermedios”, fueron derrotadas con poco esfuerzo por el formidable general español Jerónimo Valdés. Las razones de la derrota fueron muchas: el lado patriota estaba mal organizado, las fuerzas auxiliares, llamadas así por venir en nuestro auxilio, luchaban cada cual con bandera propia y con jefes que no respetaban la autoridad del comandante de la expedición, Rudecindo Alvarado. El español Valdés se ensañó con los patriotas y en dos batallas, la última en Moquegua el 27 de enero de 1823, de la expedición de tres mil patriotas quedaron sólo setecientos cincuenta sobrevivientes.
Las noticias llegaron a Lima muy pronto y la Junta Gubernativa dispuso inmediatamente nuevas medidas para armar otra expedición. Sin embargo, los militares acantonados en Balconcillo encabezados por Andrés Santa Cruz y Agustín Gamarra, y manipulados por el inefable “niño Pepito”, no lo permitieron, se rebelaron y dirigieron un manifiesto a la nación ⎯que transcribimos al final de este capítuloviii— conteniendo frases que serán repetidas posteriormente en muchos golpes de Estado. Entre ellas: que el ejército “no ha podido ser un mero espectador”, que los anima un “espíritu patriótico en defensa de la libertad e independencia” y que “el ejército está dispuesto a sacrificarse enteramente”. Por supuesto se erigen como únicos intérpretes del sentir del pueblo. Así, sobre la confianza, manifiestan que “Es notorio que la Junta Gubernativa no la ha merecido jamás”. Terminan el manifiesto imponiendo como presidente a Riva-Agüero —que al dejar el gobierno meses después será reo de alta traición— porque, según ellos, “su patriotismo tan conocido, su constancia, su talento, y todas sus virtudes garantizan su nombramiento del jefe que necesitamos”.
Lógicamente piden “amplios poderes” para el presidente a fin de que pueda resolver la crítica situación y, como siempre, alegan que “Es una emergencia”, aunque, como sucedería en todas las revoluciones de nuestra historia, los golpistas dejaran al país en una situación peor que la de “emergencia” que encontraron.
Uniendo hechos a sus palabras, los cabecillas levantaron a las tropas acantonadas en la hacienda Balconcillo y se dirigieron al Congreso. A su vez, las milicias cívicas, de la que el futuro presidente era coronel, también se sublevaron en Bellavista. Para terminar de amedrentar al parlamento, Riva-Agüero “movilizó sus agentes vinculados con el hampa limeña que salieron a vocear su nombre”ix. Mientras que el ofendido Congreso discutía, los amotinados apresaron a los miembros de la Junta Gubernativa y amenazaron a los congresistas. Poca maniobrabilidad le quedó al Congreso Constituyente, rebajado a “congresito”, tal como lo llamaron burlonamente los españoles.
No había nada más que discutir, José de la Riva-Agüero fue elegido primer Presidente del Perú a punta de sablazos. El primer gobierno democrático del Perú había durado muy poco, como ya dijimos, sólo ciento cincuenta y siete días.
A pesar del atropello algunos asambleístas se defendieron con dignidad. Francisco Luna Pizarro, Presidente del Congreso, dejó constancia por escrito de que no tenían libertad suficiente para deliberar, otros quince diputados se adhirieron a su protesta —entre los cuales figuraban Francisco Javier Mariátegui y Mariano José Arce—, muchos otros diputados simplemente se ausentaron. Al final, de los 76 diputados electos, sólo 32 — Hipólito Unanue y Manuel Pérez de Tudela entre ellos— eligieron el 28 de febrero de 1823 a Riva-Agüero Presidente del Perú, pero lo hicieron de forma tan precipitada y rastrera que no le fue señalada ni sus atribuciones ni la duración de su mandato. Es más, le dieron el trato de coronel de ejército aunque sólo había sido de milicias. Como esto le supo a poco al “niño Pepito”, el “congresito” le otorgó, cuatro días más tarde, un grado más alto, pero no el de general de brigada ni de división, tampoco el de mariscal, sino el de ¡Gran Mariscal! ¡Nuestro primer Gran Mariscal!x. Un inicio precoz de otorgar altos grados militares a gente sin preparación ni méritos.
Los limeños, que todavía lo seguían llamando “niño pepito”, festejaron con gran alegría el nombramiento de un Gran Mariscal que hasta ese momento no había soltado un tiro en favor de la Independencia. Tampoco lo haría después. Esta es la historia del primer Gran Mariscal del Perú, nuestro primer Presidente.
Fuente: EL MILITARISMO EN EL PERÚ: Un mal comienzo (1821-1827) por HERBERT MOROTE
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