La Comunidad campesina de Santa Bárbara (Huancavelica)
La Comunidad campesina de Santa Bárbara (CCSB), lugar de la histórica mina colonial de azogue, se encuentra en la provincia y el departamento de Huancavelica, uno de los departamentos de mayor pobreza y de mayor porcentaje de población quechuahablante del país. Relativamente pocos estudios antropológicos se han realizado en este departamento. En este documento, el término “comunidad” y “CCSB” se refieren exclusivamente al conjunto de las 420 familias de la Comunidad campesina de Santa Bárbara sin querer sugerir por tanto la existencia de una población homogénea o estática. A pesar de ser una población donde el 92% habla con fluidez el quechua, la mayoría de la población no se considera “indígena”, en parte, por las razones descritas por Patricia Oliart (2002).
La CCSB está conformada por 420 familias, mayoritariamente bilingües (quechua-castellano), que viven entre los 3800 y 4800 metros de altitud. La comunidad se divide en 13 sectores rurales y 5 sectores urbano-marginales que forman un asentamiento humano colindante con la ciudad de Huancavelica (capital departamental).
La CCSB está conformada por 420 familias, mayoritariamente bilingües (quechua-castellano), que viven entre los 3800 y 4800 metros de altitud. La comunidad se divide en 13 sectores rurales y 5 sectores urbano-marginales que forman un asentamiento humano colindante con la ciudad de Huancavelica (capital departamental).
En la zona rural, la población se dedica a la ganadería (camélidos en su gran mayoría, también ganado vacuno y ovejas) y a la agricultura (papa y cebada en las zonas bajas). En la zona urbana, la gran mayoría de individuos se dedican a trabajos eventuales y los pocos profesionales (<2%>
Sin embargo, el desempleo y subempleo afectan a casi toda la población urbano-marginal. Durante toda su historia colonial, republicana, y moderna, Santa Bárbara se ha caracterizada por la violencia de la cual ha sido objeto: violencia física, estructural, simbólica, y política a manos del Estado, la Iglesia, los mercados precapitalista y capitalista, la globalización, los terroristas, los militares, y otros.
Otra característica histórica ha sido los esfuerzos de su población de manejar estas violencias, tejiendo, de alguna manera, estrategias de sobrevivencia, con hilos de su propio paradigma cultural.
Desde su descubrimiento en el año 1564, la mina de Santa Bárbara, junto con la del Cerro Rico de Potosí, formaron el eje principal que permitió a la Corona Española un desarrollo económico jamás visto hasta la época.
El descubrimiento de abundantes cantidades de azogue (mercurio) en Santa Bárbara, permitió a la Corona el procesamiento a menor costo de las toneladas de mineral de plata encontradas en Potosí, y la explotación económica de las Américas se hizo, casi de un día al otro, extremadamente lucrativa.
En sus primeros 125 años de producción conjunta, de lo que se reportó a la Corona, según la crónica de José de Acosta en su Historia Natural y Moral de las Indias (1590), el azogue de Santa Bárbara permitía el procesamiento de plata de valor de más de 7,5 millones de pesos cada año. Las minas de Santa Bárbara y Potosí generaron una riqueza sin precedentes.
Los esfuerzos de la Iglesia y Corona españolas para justificar teológicamente esta explotación de los pueblos del Nuevo Mundo, vistos desde la modernidad, parecen aterradores pero guardan alguna semejanza con escenarios que se habrían de repetir hasta la actualidad.
Si bien la riqueza generada por la mina de Santa Bárbara se hizo conocida a nivel mundial, el costo humano también se hizo notario: en pocas décadas, más de 7000 de los hombres obligados a trabajar dentro de la mina perdieron la vida por accidentes y enfermedades relacionadas a la exposición al azogue en “la mina de la muerte” (Lohmann 1998).
“Santa Bárbara, mina de la muerte. En tus entrañas el aliento de la vida se apagaba diariamente. Y no se sabía si se respiraba o se estaba en una pesadilla interminable.” (Inscripción de un minero dentro del socavón) Si bien la historia oficial de la mina recordará el impresionante desarrollo de su infraestructura (una ciudadela subterránea con viviendas de obreros, parques, sistema de iluminación con antorchas, y una plaza de toros), y la transferencia de capital sin precedentes que significó la mina para la economía española (y a través de la piratería inglesa, para la economía inglesa también), según la memoria colectiva santabarbarina, los miles de trabajadores que fueron obligados por la mita a entrar en la mina para trabajar nunca salieron.
A partir del siglo XVI surgen dos versiones de la historia de la comunidad: una, recogida por Lohmann en los documentos y crónicas españoles y reproducida en discursos empresariales y oficiales, y otra que ha contribuido a la formación de la identidad colectiva de la comunidad. Casi como un mito de origen, muchos de los santabarbarinos de hoy en día se identifican como los que fueron capturados y llevados a la fuerza a Huancavelica de todas las regiones de Alto y Bajo Perú y que fueron obligados a trabajar en la mina de Santa Bárbara, pero que lograron escaparse del trabajo forzado y de la explotación de la mina y se instalaron en las zonas aledañas en lo que ahora es la Comunidad campesina de Santa Bárbara.
De ahí empiezan a hilarse los hilos de identidad con textura de violencia y explotación externa, mestizaje étnico, y ágil resistencia frente a una fuerza Según Lohmann (1998), en 125 años de producción conjunta, las minas de Santa Bárbara y Potosí generaron utilidades de más de 200.854.362 patacones. Puesto que la Corona cobraba “el quinto real” o el 20% de la riqueza generada por las minas y debidamente declarada, existía una fuerte presión económica para falsificar los informes de producción superior.
La violencia se presenta como un constante en la historia santabarbarina: además de “la mina de la muerte”, las violencias física, estructural y simbólica predominarán en la historia de la comunidad. Estos hilos irán tejiéndose con el tiempo a través de los períodos colonial y republicano, afectados por las acciones de la empresa minera y la falta de acciones del Estado y la Iglesia.
A partir del 1960, un pequeño número de comuneros santabarbarinos, para acercarse a la oferta educativa y laboral de la ciudad, “invade” dos haciendas que se ubicaban colindantes con la ciudad de Huancavelica, estableciendo lo que se llamaría con el tiempo “Nueva Santa Bárbara”. Las descripciones de aquella época celebran tanto el valor de los nuevos santabarbarinos como su manejo a la vez fino y audaz de las fuerzas superiores que representaban la policía, la Municipalidad, y los matones de los hacendados. Sin embargo, hubo relativamente poco crecimiento de la población de Nueva Santa Bárbara hasta la década del 70 cuando la mina se cerró definitivamente, lo que provocó el desplazamiento de numerosas familias a los sectores urbano-marginales de la comunidad.
“Hasta la luna se ponía triste”. El impacto del manchay tiempo …ahora el saldo de la violencia: más pobreza, más huérfanos, más viudas y... las traumas, incluso nosotros mismos…hemos sufrido una trauma pues viéndole , al ver al ejército que venía y otro ponía preso, pucha..., la desesperación…entonces eso no se cura. En el caso mío (lo) que yo conocí, no creo que en esta vida lo borre. (exdirigente de la Comunidad)
Según un estudio del gobierno peruano realizado después de la época de la violencia, Santa Bárbara se encuentra entre las comunidades peruanas más afectadas por la violencia (MIMDES 2003). El impacto de la violencia fue profundo y duradero: entre 1981 y 1995, más de 100 santabarbarinos fueron asesinados o desaparecidos. La textura de la violencia en Santa Bárbara fue particularmente cruel y deshumanizante: tanto los senderistas como los agentes del Estado utilizaron prácticas como el secuestro, detención arbitraria, reclutamiento y trabajo forzados, robo, ejecuciones extrajudiciales, asesinato por venganza, tortura, degollamiento, y ejecuciones de madres gestantes, y estas prácticas se aplicaron no solamente a combatientes, sino a civiles, mujeres, y niñas y niños.
La literatura cada vez más abundante sobre el síndrome de estrés pos-traumático (PTSD, por sus siglas en inglés), demuestra cómo un acto de violencia puede desubicar al individuo en todas sus relaciones sociales, provocando sentimientos de aislamiento y desconfianza, dificultades de tejer vínculos con otras personas, dificultad de dormir y/o concentrarse, mayor conflictividad, dificultad de manejo de cólera, mayor probabilidad de usar violencia, además del abuso del alcohol, y mayores niveles de violencia doméstica y delictiva.
Un “ciclo de violencia” se establece cuando un adulto que ha sido víctima de actos de violencia en su niñez perpetúa violencia contra sus hijos u otros seres queridos, y como la naturaleza cíclica del abuso sexual, involucran a procesos psicológicos profundos y complejos (Silva 2004, Herman 1992). Más preocupante es el hecho de que los estudios realizados contemplan exclusivamente eventos traumáticos de duración muy corta (terremotos u otro desastre natural, accidentes de movilidad escolar, etc.), y no evalúan el impacto de los prolongados períodos de violencia, incertidumbre y terror que caracterizaban la situación en Santa Bárbara y otras comunidades de la sierra peruana.
El impacto de este período sobre la población santabarbarina a nivel psicológico, sociológico y cultural fue profundo y duradero y merece más atención del Estado y los investigadores. La huella en la memoria colectiva de Santa Bárbara que dejó estos largos años de extrema violencia y terror cotidianos se registró claramente, y aún se vive el impacto en la forma como se van tejiendo los hilos de la identidad. Después de conocer a algunos comuneros por más de cuatro años, cuando recién empezamos a conversar de manera explícita de la violencia y su impacto en su vida, me sorprendió la preponderancia de narrativas que señalaban la crueldad de las Fuerzas Armadas. No es que Sendero Luminoso no protagonizó numerosos ataques sangrientos y crueles: al contrario, sus intervenciones militares en la zona a partir del 1989 se caracterizaban por su crueldad.
Sin embargo, en la memoria colectiva, son las Fuerzas Armadas a quienes se responsabiliza por los actos de mayor crueldad y el descriptor “injusto” entra en el discurso sólo en relación a éstas. En numerosas entrevistas, tanto en la zona urbana como rural, se ha constatado que estos actos de parte de agentes del Estado sirvieron para reproducir y fortalecer las nociones de la identidad santabarbarina frente al otro poderoso que se han tejido históricamente a través de la experiencia de explotación de la mina de Santa Bárbara con su mita, el abandono de la Comunidad de parte del Estado, la extrema pobreza y marginación de la Comunidad, y la declaración de estado de sitio en la época del terrorismo.
No se quiere sugerir que los cambios radicales en la construcción del otro, la identidad y la cohesión social se iniciaron en la época de la violencia. Estos procesos de cambio, descritos como modernización o globalización, ya ejercían su efecto sobre la comunidad mucho antes de la época de la violencia (García Canclini 1990).
La misma mina de Santa Bárbara, su cercanía a la capital de Huancavelica, la oferta educativa, los flujos de capital y el mercado capitalista, la presencia de la radio y la televisión: todos aceleraron los cambios en los procesos culturales. Sin embargo, el período de la violencia política se caracterizó por cambios aún más acelerados, algo que se refleja no solamente en la percepción sujetiva de los informantes sino también en un análisis comparativo de estudios anteriores.
A fines de la década del 80, la mayoría de los comuneros se desplazó de su estancia para refugiarse en Nueva Santa Bárbara (los 5 sectores urbano-marginales colindantes con la ciudad de Huancavelica), o en otros barrios de la ciudad, o más lejos, en Huancayo o Ica.
Actualmente la población se divide entre tres padrones de residencia: aproximadamente el 30% vive exclusivamente en la zona urbana, el 30% vive únicamente en su estancia en la zona rural, y el 40% se desplaza entre su estancia en la zona rural y una casa en la zona urbana, integrando así un nuevo “piso ecológico” al esquema rural andino de John Murra, pero, en este caso, con todas las características de una zona urbano-marginal.
Profesionales trabajan en la capital por períodos, muchas veces cortos, y suben a su estancia cuando les resulta más rentable atender a su ganado y chacra. por tanto, una capa en la identidad emergente de la población. La población que se percibe como “sin cultura, organización, respeto, confianza”, etc., a quién le faltan ciertos elementos imprescindibles que el proceso de la violencia le habrá quitado. Este lenguaje evoca el tema matizado y controvertido de “pérdida cultural” o “desintegración cultural”.
Hoy en día en Santa Bárbara, hay menos participación en la celebración de las fiestas religiosas, faenas comunales, y asambleas; la distribución de ingresos está más inequitativa; un menor porcentaje de pobladores recurren a la justicia comunal, prefiriendo de justicia del Estado; y un menor porcentaje de las decisiones de la Junta Comunal son obedecidas por la población.
Por casi cinco siglos, Santa Bárbara ha sido un objeto de desarrollo de “otros” poderosos: la Corona española, varias empresas mineras, el Estado peruano, varias ONG, y la cooperación internacional. Pero los cambios generados en la organización social y política durante los 15 años de mayor violencia política fueron profundos: las estructuras políticas comunales se debilitaron, nuevas formas e identidades religiosas se insertaron, la salud mental de la población se vio profundamente afectada, la cohesión social se quebró, y los niveles de confianza entre comuneros bajaron.
Estos cambios representan un gran desafío para una comunidad que ya se encontraba en pleno proceso de cambio acelerado y dificultó el trabajo del Estado y de las instituciones de cooperación internacional que buscan contribuir a los procesos de desarrollo (muchas veces equivalentes a la “aculturación”) en la comunidad. A pesar de un escenario donde todo parece estar en proceso de cambio, en el trasfondo se puede constatar la existencia de continuidades culturales que demuestran la capacidad de la población de utilizar ciertos elementos culturales para construir estrategias de sobrevivencia en un contexto extremadamente violento.
Por ejemplo, si bien el rostro de la vida religiosa de la población fue transformada de un rostro católico (con sus santos, fiestas, procesiones, y sistema de cargos) a un rostro “evangélico” (con sus numerosos cultos cada semana, un énfasis en la salvación por la fe, la separación del creyente del “mundo” y la sanación físico-espiritual), existen numerosos hilos andinos que preceden y dan forma a las dos manifestaciones religiosas (por ejemplo, el reconocimiento de la presencia divina en toda la naturaleza, la división neta entre lo sagrado y lo profano, y un alto grado de sensitividad, más que el uso de la razón y la palabra que caracteriza la Iglesia Católica europea y las tradiciones protestantes norteamericanas).
De igual manera, a pesar de muchos cambios sociales, la familia santabarbarina sigue siendo el principal punto de referencia de la vida social. Durante la década del 90, nuevas políticas gubernamentales aumentaron el número de proyectos de promoción humana en Santa Bárbara, mayormente proyectos productivos, muchos de los cuales proponían crear espacios de participación para la población y fortalecimiento de la organización de la CCSB.
Esto representó un cambio de políticas de desarrollo ya que antes los proyectos, tanto estatales como de las ONG, se habían presentado de manera vertical desde fuera de la comunidad.
Fuente: “La vida como premio” Un estudio de la interfase en un contexto de violencia histórica autor Alejandro Farrell.
Enlace: La Mina Santa Barbara.
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