Wáshington Delgado
Wáshington Delgado era también un gran profesor, pero sus mejores clases las dictaba fuera de las aulas o en la intimidad de sudomicilio. Hombre sereno y jovial y de muy amplio y diverso saber, ya a lostreinta años (o probablemente antes) había alcanzado esa increíble madurez que mantuvo inalterada a lo largo de los años.
Cuando vi por primera vez a Wáshington Delgado hacia fines de los cincuenta, la poesía peruana atravesaba por un gran momento. Como un príncipe ruso después de la Revolución de Octubre, Martín Adán, algo andrajoso pero blindado de poesía, recorría las calles del centro de Lima; en la Católica, en su viejo local de la Plaza Francia, Luis Jaime Cisneros impartía sus lecciones de lengua comentando poemas de Eielson, Sologuren, Sebastián Salazar Bondy, Carlos Germán Belli, Romualdo, Juan Gonzalo Rose o Scorza (recuerdo a condiscípulos de entonces que recitaban de memoria poemas como, el preferido de muchos, “Primera muerte de María” de Eielson); en la Bajada de los Baños de Barranco, a inicio de los sesenta, se inauguró la “Casa de la Poesía” –que algunos seguidores de Romualdo, según cuenta Hinostroza, quisieron bautizarla como “La torre de los alucinados”– y sobre todo abundaban los recitales en la Casona de San Marcos, en la misma Católica, en los sindicatos, colegios y en cuanta institución cultural hubiese, pues aunque había discordia y aun contienda entre poetas sociales y poetas puros era, sin duda, la hora de la poesía y de los poetas.
En el mundo, para decirlo en estilo arcaico, el viento de la Historia soplaba hacia el Este, de los movimientos anticoloniales de liberación nacional en Asia, Medio Oriente y África emergían nuevos países que difundían por el mundo nuevos rostros, extraños nombres y toponimias y desconocidas imágenes de la tierra: ¿porqué África negra tenía que ser “el corazón de las tinieblas”?, aunque existiese en el extremo sur del continente africano un país llamado Rhodesia, capital entonces de la tenebrosa segregación racial colonialista, sí, nada de esto les era indiferente a los muchachos de esos años, y si en Argel se libraban cruentas batallas de las cuales podría depender el porvenir de las luchas de los pueblos del mundo, el reciente triunfo de la revolución cubana volvía a poner a la orden del día la cuestión del imperialismo yanqui y su dominio en América Latina. Y para eso estaban los jóvenes para acudir al llamado.
Nunca como en esos años el movimiento estudiantil universitario en nuestro país tuvo la capacidad de convocatoria y movilización que le permitía, en alianza con los obreros y sectores medios de la población, llenar al tope la Plaza San Martín y provocar crisis ministeriales y renuncia de ministros. Y es que, aparte de los requerimientos sociales y la propaganda de las ideologías marxistas, otro viento soplaba en el mundo, un viento que terminaría por cambiar los ritmos de la vida, trastrocando los valores en relación a las edades del hombre. Ya no más, como se observa en los álbumes fotográficos de principios a mediados del siglo XX, los jóvenes aparecerían vestidos como gente madura, vieja y solemne, pues la edad de la razón, de la madurez y sabiduría podía ser más bien el tiempo de las conciliaciones y abdicaciones, del escepticismo y la desesperanza, y de lo que se trataba era de convertirse en parte de ese torrente vital que quería cambiar la sociedad y la vida.
Entonces empezaron a cambiar la música y los ritmos, la moda y los gestos y el lenguaje, de modo que ya a mediados de la década del sesenta, por lo menos en los sentimientos y la percepción de artistas y poetas de la nueva generación como César Calvo, la vida estaba regida por “el cetro de los jóvenes”. Más allá de las desdichas privadas, los jóvenes, sin embargo, vivían en la angustia bajo el peso de la culpa social. ¿Cómo ser felices en un país hambriento, explotado, humillado?
En el prólogo a uno de los libros canónicos de la época, Los condenados de la tierra de Fanon, Sastre decía poco más o menos que frente a la muerte de un niño por hambre la poesía carecía de peso y podía deducirse por tanto que la literatura era una pasión inútil. Y estaba la vehemencia del discurso castrista en el momento épico de la revolución cubana y no se podía ignorar el resurgimiento en el frente interno de la lucha popular en el campo y las ciudades.
Ya no se trataba como décadas atrás de asumir “la ideología del proletariado” dentro de una estrategia reformista, ni siquiera de responder al llamado del poema “A otra cosa” de Romualdo escribiendo poesía que incitara a la acción de las masas, había que dar un paso más decisivo todavía convirtiéndose directamente en actor del cambio revolucionario, aun a costa de abandonar la poesía y la creación, aun a costa de perder la vida en los campos de batalla. Frente a estas solicitaciones apremiantes y radicales, Wáshington Delgado era una zona de equilibrio.
Los estudiantes que lo rodeaban a la salida de clases en el patio de letras de la Católica –la mayoría futuros poetas, narradores o estudiosos de la literatura y el arte– sentían que con su presencia y su voz creaba un espacio de libertad donde se celebraban todas las manifestaciones de la creación literaria y artística y del pensamiento. Aunque desde El extranjero (1956) y sobre todo desde Días del corazón (1957) su poesía proponía una visión crítica de la sociedad desde la perspectiva del socialismo –perspectiva expuesta de manera implícita, nunca de manera declarativa o exhortativa–, jamás descalificó o denigró una obra por las ideas políticas del autor.
A diferencia de poetas como Romualdo que imponían un único camino para la poesía, Wáshington Delgado mostraba que las opciones eran diversas, como por ejemplo la de Francisco Bendezú, quien a pesar de considerarse a sí mismo un comunista radical, casi un estalinista, escribía exquisita poesía amorosa. De modo que en esos años en que proliferaban los comisarios políticos, fieros y obtusos (para quienes, por ejemplo, no se debería leer a Kafka por ser “decadente” o a Faulkner por ser representante del “imperialismo yanqui”), el autor de Para vivir mañana (1958) diariamente libraba pacíficas batallas por la tolerancia y en defensa de la creación hablando, sin sentimiento de culpa y desde el lado del placer, de poesía, novela, teatro y cine, en cuyas realizaciones destacaba los valores formales, humanos y sociales.
Como dije al empezar esta evocación, reparé en Wáshington al culminar la década del 50, tal vez el 59. Del mismo modo que Raúl Porras Barrenechea, cuyas últimas lecciones tuve oportunidad de escuchar en la Católica, Wáshington gustaba de las tertulias con los estudiantes después del dictado de clase. Pero sus estilos eran diferentes. También las edades y la generación a la que pertenecían.
Porras, una de las figuras emblemáticas de la brillante generación del Centenario, era por esa época considerado el Maestro por antonomasia, digamos el Maestro esencial y uno de los mayores exponentes de la cultura peruana. De pensamiento liberal y democrático, Raúl Porras tenía un porte señorial y no era inmune al espíritu de casta y a los esplendores de las genealogías. Debido a su recargada agenda (por entonces era presidente del senado), no tenía horario fijo de clases, de modo que si cualquier mañana anunciaba su llegada al local de pre-letras, las clases se suspendían para que todos los alumnos pudiesen escuchar al Maestro, que llegaba en un elegante cadillac negro oficial conducido por un chofer. Sus clases eran conferencias magistrales sobre una materia tan árida como la historia de los límites del Perú pero que dictadas por él resultaban absolutamente memorables. Terminada la clase, que duraba entre tres y cuatro horas, Raúl Porras proseguía su magisterio en el patio donde lo rodeaban conglomerados de alumnos de ojos y oídos ávidos y ansiosos.
Recuerdo que los estudiantes arrebatados por el discurso del Maestro, cuyo maravilloso español cargado de malicia y humor tanto deslumbró a José María Arguedas, estaban dispuestos a poco menos que alistarse en el ejército para reconquistar los territorios perdidos por el Perú en sus guerras y tratados con todos los países limítrofes.
UN AUNTÉNTICO MAESTRO
Wáshington Delgado era también un gran profesor, pero sus mejores clases las dictaba fuera de las aulas o en la intimidad de su domicilio. Hombre sereno y jovial y de muy amplio y diverso saber, ya a los treinta años (o probablemente antes) había alcanzado esa increíble madurez que mantuvo inalterada a lo largo de los años. Aunque sin duda era un auténtico maestro, para la gente de mi generación fue más bien una suerte de hermano mayor, sabio y generoso, que apenas se le escuchaba y conocía despertaba afecto y simpatía humana. Yo no hablé con él sino dos o tres años después, pero cuánto lo escuché oculto en el anonimato. Lo rodeaban principalmente poetas o futuros poetas, entre los cuales destacaba la figura de un jovencito que luego, al escucharlo leer el poema “El río”, supe que se llamaba Javier Heraud.
Con su aspecto inconfundible y sin el menor atisbo de pedantería profesoral, Washington cautivaba a sus juveniles oyentes, hablándoles con fruición y lucidez de cine –digamos de Bergman o Fellini–, de Faulkner y la novela norteamericana, de Cernuda y otros poetas de la generación del 27 de España, del teatro de Bertolt Brecht, de Sartre como narrador, de Los ríos profundos, de los cuentos de Ribeyro, Vargas Vicuña o Congrains, de la poesía última peruana… Era el puro reino de la literatura y el arte. Pero algo subversivas debieron considerar las autoridades de la universidad Católica –por entonces mayormente conservadora y confesional, con enclaves reaccionarios– a las clases y tertulias de Wáshington porque no le renovaron el contrato para el siguiente año académico de 1960, una de las diversas medidas que las autoridades de Riva Agüero tomaron frente a los vientos renovadores que soplaban por las aulas y pasillos de la universidad impulsados por jóvenes profesores y alumnos de pensamiento democrático y libre (por ejemplo, pretendían establecer puentes entre el cristianismo y el marxismo) y que culminaría (pero ya antes, el 59, Fernando Lecaros había sido echado de la universidad por promover la Reforma Universitaria en su calidad de Presidente del Centro Federado de Letras) con la expulsión masiva de 18 estudiantes por firmar en congresos estudiantiles o culturales comunicados de apoyo y solidaridad con Cuba.
UN RECITAL MEMORABLE
Pero aquellos eran tiempo felices y los problemas y contradicciones que surgían eran ocasión para la fiesta de la poesía. Al saberse de la represalia adoptada contra Wáshington, alumnos y amigos suyos organizaron un recital poético de desagravio, en el que intervinieron, entre otros, Javier Heraud, Antonio Cisneros, Luis Enrique Tord, Livio Gómez, Luis Maguiña y Luis Antúnez y Villegas. Recuerdo que este auge de la poesía, de los poetas y de las jornadas poéticas fue de tal naturaleza y apertura que terminó por formarse una especie de frente entre “católicos y sanmarquinos”, pues desde uno o dos años atrás se había venido estableciendo un corredor poético entre la Plaza Francia y Azángaro por el que transitaban, por ejemplo, Javier Heraud y César Calvo. Como fruto de estos diálogos por el territorio liberado de la poesía en que se superaban viejas rivalidades entre San Marcos y la Católica, se realizó uno de los más memorables recitales al que yo haya asistido, y en el que participaron poetas de la generación del 50 de diversas tendencias estéticas y jóvenes apenas salidos de la adolescencia que se debatían entre la vocación poética –empezaban a forjar lo que sería la nueva poesía del 60– y la demanda de la acción revolucionaria.
Y justo en aquel recital escuché a Juan Gonzalo Rose leer los versos, poco después ironizados por Hinostroza, que decían: “Al paredón, al paredón las penas/ al paredón el padre del cordero… / Mi propia poesía al paredón / si no quiere cantar lo que le digo”. Nunca antes, según supe, se había escuchado en un salón de la Católica ovacionar poemas de esta índole, lo cual, en esos años fue una especie de profanación. Sin embargo, la “poesía pura” también estuvo presente y fue celebrada cuando Sologuren leyó una serie muy bella de poemas cortos que titulaba “Estancias”, serie que por desgracia no recogió años después en su libro Vida continua. Si Sologuren y Rose, en ese momento, representaban tendencias poéticas extremas, Carlos Germán Belli –tímido y esquivo– significaba una oposición marginal a ambas propuestas con una poesía distinta que influiría en algunos de los nuevos poetas, como en el primer Marco Martos, quien escribió versos como éste: “Soy un daltónico raro. Todo lo veo negro”.
Pero para mí la gran revelación de aquel recital fue la poesía (límpida, solar) de Javier Heraud, un muchacho al que por prejuicio social yo había mostrado escasa, por no decir nula, simpatía. No sospechaba siquiera que ya por esos días estaría preparando el viaje mítico que lo conduciría a su muerte temprana.
UN VERSO CALIDO Y SENTENCIOSO
Concluido el episodio con la Católica, Wáshington continuó su tranquilo magisterio en San Marcos –primero en la Casona y luego en la recién inaugurada Ciudad Universitaria– en su doble condición de poeta y maestro. Si con su manera de ser creó la imagen del poeta universitario, modesto y sapiente, que escapaba a los estereotipos del romanticismo y digamos de la tradición de los bardos, su poesía se distinguía con nitidez de la poesía social vigente, en verdad más bien elemental en sus contenidos ideológico-políticos, en exceso fácil y sonora y casi siempre terriblemente sentimental. Tal como la había plasmado en Para vivir mañana –el mejor de los libros de su primera época–, un poco en la línea de Brecht y del realismo crítico, su poesía hablaba a la humana razón, pero con un verso cálido y sentencioso: “El que tiene el poder tiene mi alma”, “El que encuentra el fuego,ese es el hombre”, “Cuando alguien habla del espíritu /cuida bien de tus bolsillos”, o este otro de Días del corazón: “Un camino equivocado es también un camino”. Y todo esto hizo que la influencia de la poesía de Wáshington fuera considerable en los poetas más jóvenes del momento, como en el primer Antonio Cisneros, el de David y Comentarios reales.
Entretanto se empezaban a publicar textos poéticos que señalaban un claro alejamiento e incluso ruptura con la poesía del 50. Ruptura formal en cuanto al sistema del verso elegido, rechazo de la oposición poesía pura-poesía social y replanteamiento en la manera de entender el compromiso social. Porque, entre tanto, Javier Heraud había muerto en la selva de Madre de Dios y Rodolfo Hinostroza desde Cuba y en los días de la crisis de los cohetes escribía Consejero del lobo (libro deslumbrante, sólo comparable en esplendor verbal a Reinos de Eielson), y en el cual se respira una atmósfera de desilusión y de escepticismo frente a las imposiciones y avatares de la Historia.
Como maestro, Wáshington no era un perturbador de conciencias y su pensamiento, creo yo, correspondía al del humanista que ha leído con lucidez a Marx y que sabe celebrar la belleza sensorial del mundo y la vida. Cuánto lamento ahora no haberle formulado algunas preguntas, en especial sobre su etapa formativa y su relación con el marxismo. Por cierto, era un erudito con una mente brillante abierta a todas las corrientes del pensamiento occidental. Ignoro cuándo se produjo su primer encuentro con el marxismo, pero en cualquier forma su permanencia en España y Francia y su viaje a la Unión Soviética debieron ser decisivos. Seguramente leyó textos de Lenin, Trotsky y Stalin y también seguramente conocía las implacables luchas dentro del movimiento comunista internacional; pero su adhesión al marxismo, si la hubo, no correspondía al del marxista militante, ortodoxo y partidista, sino al del marxista humanista, aquel que sobre todo se ha formando leyendo con espíritu libre algunos de los textos clásicos de Marx, así como a otros autores de la constelación marxista, como, digamos, Mariátegui, Vallejo y Brecht, lo cual determinó que en el campo de la ideología política, Wáshington estuviera ubicado bastante más a la izquierda de las posiciones social demócratas, lo suficientemente distante como para mirar con simpatía y esperanza los movimientos revolucionarios de esos años.
Así como ahora el viento del mundo sopla hacia la derecha, por esos años soplaba hacia la izquierda, que era el lugar exacto donde, pese a razonables dudas, latía el corazón de los jóvenes poetas y escritores. No era malo ese mundo que giraba hacia el Este y que hombres sabios como Wáshington te permitían comprender apartir de la aceptación de todo lo existente. Como tantos otros de mi generación, y después de haberlo escuchado a hurtadillas y como a pedacitos durante dos o tres años, un día decidí mostrarle mis primeros cuentos pues yo estaba ansioso por saber si tenía o no cualidades de creador de ficciones.
Los comentarios de Wáshington, por una parte, me incitaron a seguir escribiendo, y por otra, me permitieron acceder al mundo literario limeño, del cual por timidez y soberbia yo me había mantenido absolutamente apartado. Pero lo principal fue que me brindó su amistad abriéndome las puertas de su casa, cuyo centro y eje era su espléndida y maravillosa biblioteca. De esa amistad,que duró el resto de la vida de Wáshington y de la cual fui yo el gran beneficiado, he querido evocar estos primeros años decisivos en mi etapa formativa no sólo en relación a mi vocación literaria.
Recuerdo que salía de su casa cargado de libros y con el nombre de un nuevo autor que debería leer de manera urgente. Leí, por ejemplo,a Pérez Galdós, Leopoldo Alas y Pío Baroja, autores que, por prejuicios contra la narrativa española moderna o por pereza o simplemente por ignorancia, no había leído. Y merced a su incitación, siempre persuasiva y de manera oblicua, leí En busca del tiempo perdido, que fue una de las experiencias fundamentales de mi vida… El viaje a Cuba fue una especie de viaje iniciático para los jóvenes de mi generación, aunque yo no estuve entre los que lo emprendieron. En cambio, hice un largo viaje de muchos meses por la región andina del centro y el sur del país, viaje que me llevó después a instalarme como profesor en una comunidad campesina del valle del Mantaro. Se trató, por supuesto, de mi propia respuesta al llamado de la época. De modo que he tenido que renunciar a mi trabajo de profesor en una conocida academia de ese entonces. Y voy ligerísimo de equipaje y con el espíritu libre y feliz pese a las sombrías noticias que se ciernen sobre Cuba. Y salvo Los ríos profundos, sólo viajo armado de libros de poesía, entre los que se encuentra Para vivir mañana, pues como dije al empezar este texto era la hora de la poesía y de los poetas.
Fuente: LA HORA DE LA POESÍA: Wáshington Delgado autor Miguel Gutiérrez publicado en LIBROS & ARTES
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