La ciudad y los perros
Extraordinaria novela cuyo universo narrativo reúne
en un colegio castrense a jóvenes, casi adolescentes,
venidos de diversos lugares y clases sociales del Perú,
enviados a estudiar allí la secundaria por razones
diversas: agenciarse una educación con pensión
gratuita, torcerle la rebeldía al hijo inquieto o buscar que
la disciplina militar regrese al macho camino al joven
afeminado, engreído o débil de carácter. Como tantos
otros ámbitos, este colegio forma parte de la vida de
Mario Vargas Llosa. En sus acuarteladas aulas cursa, a
inicios de los años cincuenta, los estudios de tercero y
cuarto de secundaria, ya que el quinto lo habría de hacer
en el colegio San Miguel de Piura.
Maniobras militares protagonizadas por los cadetes del Leoncio Prado en los cincuenta, también la
escenificación de batallas interiores en La ciudad y los perros
El bautizo de los perros era en el colegio militar un ritual
de iniciación cruel, machista y ferozmente evocativo
del espíritu militar latinoamericano tradicional. Perro era
el recién ingresado que formaba parte del grupo más maltratado dentro de la jerarquía de los estudiantes, pero con la promesa de que al ascender, el perro habría de dejar de serlo y poder repetir en nuevos perros lo que le hicieron a él. El título de la novela alude a todo este universo de significado. Los meandros de la narración, compuesta en una linealidad rota, van por el lado del poder como castración; pero también, de los abismos infranqueables que una sociedad fraccionada y excluyente impone a sus integrantes como una regla de juego.
El barrio Diego Ferré
Recordemos a los cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado en esta novela; luego hagamos el seguimiento hasta llegar al distrito del que proviene cada uno, o los lugares que frecuentan debido a sus visitas familiares, sus diversiones, sus desahogos sexuales. El universo de Alberto nos lleva de nuevo a Miraflores:
Una lentísima garúa mecía las hojas de los árboles de la calle Alcanfores. Alberto entró al almacén de la esquina, compró un paquete de cigarrillos, caminó hacia la avenida Larco: pasaban muchos automóviles, algunos último modelo, capotas de colores vivos que contrastaban con el aire ceniza. Había gran número de transeúntes. El Expreso demoraba. [2001: 86]
El contraste entre los automóviles y el Expreso –sistema de transporte urbano con unidades de ómnibus que no existe más– era en Miraflores la expresión de una diferencia generacional, pero también podía aludir a que en ese distrito convivían gentes de niveles sociales y económicos muy distintos, compartiendo el corpus de valores que definen a la respetable y respetuosa clase media limeña:
La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la equina de la avenida Larco, donde comienza, se ve, dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una
casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que, de lejos, parece tapiar Diego Ferré, pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles
paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el malecón de la Reserva, una serpentina que abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde
de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima. [2001: 64].
Los nombres de las calle citadas corresponden en su mayoría a héroes de la batalla de Miraflores, que se dio el 15 de enero de 1881, en el contexto de la guerra del Pacífico, cuando las tropas chilenas invaden Lima y sus zonas periféricas. Diego Ferré, donde está la casa de Alberto, Porta, Ocharán, conforman un conjunto de trazado irregular, calles angostas que se boicotean entre ellas, un bonito conjunto donde la arquitectura hasta hace poco tiempo era homogénea y no resultaba difícil que nos mostrara buenas muestras del rancho miraflorino clásico, o las paradigmáticas quintas, de especial significado en la vida y obra de Vargas Llosa.
en un colegio castrense a jóvenes, casi adolescentes,
venidos de diversos lugares y clases sociales del Perú,
enviados a estudiar allí la secundaria por razones
diversas: agenciarse una educación con pensión
gratuita, torcerle la rebeldía al hijo inquieto o buscar que
la disciplina militar regrese al macho camino al joven
afeminado, engreído o débil de carácter. Como tantos
otros ámbitos, este colegio forma parte de la vida de
Mario Vargas Llosa. En sus acuarteladas aulas cursa, a
inicios de los años cincuenta, los estudios de tercero y
cuarto de secundaria, ya que el quinto lo habría de hacer
en el colegio San Miguel de Piura.
Maniobras militares protagonizadas por los cadetes del Leoncio Prado en los cincuenta, también la
escenificación de batallas interiores en La ciudad y los perros
El bautizo de los perros era en el colegio militar un ritual
de iniciación cruel, machista y ferozmente evocativo
del espíritu militar latinoamericano tradicional. Perro era
el recién ingresado que formaba parte del grupo más maltratado dentro de la jerarquía de los estudiantes, pero con la promesa de que al ascender, el perro habría de dejar de serlo y poder repetir en nuevos perros lo que le hicieron a él. El título de la novela alude a todo este universo de significado. Los meandros de la narración, compuesta en una linealidad rota, van por el lado del poder como castración; pero también, de los abismos infranqueables que una sociedad fraccionada y excluyente impone a sus integrantes como una regla de juego.
El barrio Diego Ferré
Recordemos a los cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado en esta novela; luego hagamos el seguimiento hasta llegar al distrito del que proviene cada uno, o los lugares que frecuentan debido a sus visitas familiares, sus diversiones, sus desahogos sexuales. El universo de Alberto nos lleva de nuevo a Miraflores:
Una lentísima garúa mecía las hojas de los árboles de la calle Alcanfores. Alberto entró al almacén de la esquina, compró un paquete de cigarrillos, caminó hacia la avenida Larco: pasaban muchos automóviles, algunos último modelo, capotas de colores vivos que contrastaban con el aire ceniza. Había gran número de transeúntes. El Expreso demoraba. [2001: 86]
El contraste entre los automóviles y el Expreso –sistema de transporte urbano con unidades de ómnibus que no existe más– era en Miraflores la expresión de una diferencia generacional, pero también podía aludir a que en ese distrito convivían gentes de niveles sociales y económicos muy distintos, compartiendo el corpus de valores que definen a la respetable y respetuosa clase media limeña:
La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la equina de la avenida Larco, donde comienza, se ve, dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una
casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que, de lejos, parece tapiar Diego Ferré, pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles
paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el malecón de la Reserva, una serpentina que abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde
de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima. [2001: 64].
Los nombres de las calle citadas corresponden en su mayoría a héroes de la batalla de Miraflores, que se dio el 15 de enero de 1881, en el contexto de la guerra del Pacífico, cuando las tropas chilenas invaden Lima y sus zonas periféricas. Diego Ferré, donde está la casa de Alberto, Porta, Ocharán, conforman un conjunto de trazado irregular, calles angostas que se boicotean entre ellas, un bonito conjunto donde la arquitectura hasta hace poco tiempo era homogénea y no resultaba difícil que nos mostrara buenas muestras del rancho miraflorino clásico, o las paradigmáticas quintas, de especial significado en la vida y obra de Vargas Llosa.
Esta zona de Miraflores no es de las más antiguas, su arquitectura original remite a los años treinta, en adelante.
El barrio aún mantiene un aire de paz y tranquilidad, además de que es vecino al mar y a los grandes parques que se abren en la desembocadura del Malecón 28 de Julio en el puente Villena Rey. Actualmente en este punto de confluencia, en el borde del acantilado, se levanta una escultura de Fernando de Zsyzslo, un Intihuatana, tema recurrente en su pintura y en este caso llevado al volumen tridimensional. En una isla entre las calles destaca una escultura de la artista Sonia Prager.
Cruzando el puente, hacia el Norte, se encuentra el Parque del Amor, muy polémico en su momento, a inicios de los noventa. Las bancas de este parque son caprichosamente asimétricas y están cubiertas con un mosaico colorido con el que se escriben versos de poemas de los más importantes vates peruanos. Casi al centro, contrastando con el mar, se levanta una enorme
escultura de Víctor Delfín, El Beso, que retrata a una pareja de cholos en pleno abrazo amoroso. Este lugar se ha convertido en el favorito para dos tipos de público: los turistas, que van allí a ver las puestas de sol; y las parejas de novios, que se graban en video y se hacen fotografiar con el atuendo respectivo. A pesar de todos los cambios operados en el distrito de Miraflores, es posible todavía encontrar la atmósfera que describe Vargas Llosa como el entorno de uno de sus personajes de esta gran novela:
Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no. Todo ese sector es el dominio del barrio. (…), los muchachos se limitaban a hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de Miraflores, el de 28 de Julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: “El
barrio de Diego Ferré”. [2001: 26-27]
Alberto, llamado el Poeta por sus condiscípulos del Leoncio Prado, por aquellos amigos a los que les escribía historias pornográficas, vivía originalmente en San Isidro, el barrio oligárquico limeño por excelencia, pero se tuvo que mudar a Miraflores: una caída en su estatus:
Cruzando el puente, hacia el Norte, se encuentra el Parque del Amor, muy polémico en su momento, a inicios de los noventa. Las bancas de este parque son caprichosamente asimétricas y están cubiertas con un mosaico colorido con el que se escriben versos de poemas de los más importantes vates peruanos. Casi al centro, contrastando con el mar, se levanta una enorme
escultura de Víctor Delfín, El Beso, que retrata a una pareja de cholos en pleno abrazo amoroso. Este lugar se ha convertido en el favorito para dos tipos de público: los turistas, que van allí a ver las puestas de sol; y las parejas de novios, que se graban en video y se hacen fotografiar con el atuendo respectivo. A pesar de todos los cambios operados en el distrito de Miraflores, es posible todavía encontrar la atmósfera que describe Vargas Llosa como el entorno de uno de sus personajes de esta gran novela:
Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no. Todo ese sector es el dominio del barrio. (…), los muchachos se limitaban a hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de Miraflores, el de 28 de Julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: “El
barrio de Diego Ferré”. [2001: 26-27]
Alberto, llamado el Poeta por sus condiscípulos del Leoncio Prado, por aquellos amigos a los que les escribía historias pornográficas, vivía originalmente en San Isidro, el barrio oligárquico limeño por excelencia, pero se tuvo que mudar a Miraflores: una caída en su estatus:
Frente a su casa de San Isidro había una librería y el dueño le permitía (a Alberto) leer los Penecas y Billiken detrás del mostrador y, a veces, se los prestaba por un día (…). El cambio de domicilio lo privaría de una distracción excitante: subir a la azotea y contemplar la casa de los Najar, donde en las mañanas se jugaba al tenis y, cuando había sol, se almorzaba en los jardines bajo sombrillas de colores, y en las noches se bailaba y él podía espiar a las parejas que, disimuladamente, iban a la cancha de tenis a besarse. [2001: 27- 28]
Lima, a pesar de que contiene una extensa porción de litoral, la que va de Chorrillos hasta La Punta, en el Callao, es una ciudad que ha crecido de espaldas al mar.
Quizás la excesiva humedad del clima limeño hizo que los barrios miraran tierra adentro, o que la grisura de los largos meses de invierno se hubiera querido anular con el verde de los jardines y parques. Lo cierto es que recién a mediados del siglo XX Lima descubre que tiene vista al mar, y es allí cuando comienzan las construcciones de
edificios residenciales en los malecones. En el tiempo de La ciudad y los perros, Miraflores no miraba al mar: Alberto, el Poeta, es en La ciudad y los perros un personaje injertado en el Leoncio Prado, que sobrevive gracias a la escritura
(…) las excursiones al barranco eran largas y arduas.
Saltaban el muro de ladrillos a la altura de Colón, planeaban el descenso en una pequeña explanada de tierra, contemplando con ojos graves y experimentados la dentadura vertical del acantilado, y discutían el camino a seguir, registrando desde lo alto los obstáculos que
los separaban de la playa pedregosa. (…) Cuando no jugaban fulbito, ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine. Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excelsior o del Ricardo Palma, generalmente a galería. (…) Los domingos era
distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el Parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos
y peinados (…) [2001: 65 - 66]
El Parque Central de Miraflores es uno de los jardines públicos más importantes de Lima en cuanto a la cantidad y variedad de especies botánicas que guarda. Parte esencial de la historia del distrito, cumple la función de acoger en su entorno al edificio de la máxima autoridad municipal y a la iglesia más importante de la urbe. A poco tiempo del magnicidio de John Kennedy, en un área del parque que va hacia el pasaje Los Pinos y la calle Porta, se inauguró el Parque Kennedy, célebre por el contraste que da entre su vida diurna y su vida nocturna. Durante el día acoge a familias de paseo, a niños, a ancianos que buscan tranquilidad. Sus cafés con terrazas techadas
reciben incontables turistas. Por la noche este parque es el punto de encuentro de la bohemia joven más radical.
Un polo clave en la vida Miraflorina, este sí de cara al mar, es el que antes se llamaba Parque Salazar y que fue convertido a fines de los noventas en un extenso y exitoso centro de compras, turismo y entretenimiento, Larcomar.
Cuando existía el Parque Salazar, un lugar tranquilo y sosegado en el que se podía escuchar el rumor del mar, lo visitaban los jóvenes, esos jóvenes miraflorinos que Vargas Llosa dibuja en Los jefes, en Los cachorros, en La ciudad y los perros. Lugar de abrazos y besos castos pero también de idilios terminados y sufrimiento adolescente, el Parque Salazar reunía algunas esculturas
interesantes, un sencillo cuerpo de agua y agradables jardines. El proyecto Larcomar cambió el concepto de uso público del espacio. Construyó hacia el acantilado una secuencia de tres niveles donde se abrieron cines, tiendas, discotecas, cafés, restaurantes, un teatro, galerías de arte y librerías. Hoy es el lugar más visitado por el turismo que viene a Lima, por sus servicios y por
la vista que ofrece a la hora de la puesta de sol. Abundan en La ciudad y los perros las menciones a este lugar, en su diseño original:
Estaban en la avenida Larco, a veinte metros del Parque Salazar. Una serpiente avanza, despacio, por la pista, se enrosca sobre sí misma frente a la explanada, se pierde en la mancha de vehículos estacionados al borde del parque y luego aparece al otro extremo, disminuida:
gira y toma nuevamente la avenida Larco, en sentido contrario. Algunos automóviles llevan la radio prendida.
(…) A diferencia de cualquier otro día de la semana Los domingos era distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. (La ciudad y los perros) Iglesia Virgen Milagrosa, en el Parque Central están cubiertas de gente. Pero nada de eso les llama
la atención: el imán que, todas las tardes de domingo, atrae hacia el Parque Salazar a los miraflorinos menores de veinte años, ejerce su poder sobre ellos desde hace tiempo. No son ajenos a esa multitud sino parte de ella: van bien vestidos, perfumados, el espíritu en paz; se
sienten en familia. Miran a su alrededor y encuentran rostros que les sonríen, voces que les hablan en un lenguaje que es el suyo. Son los mismos rostros que han visto mil veces en la piscina del Terrazas, en la playa de Miraflores, en La Herradura, en el Club Regatas, en los cines Ricardo Palma, Leuro o Montecarlo. [2001: 206-207]
–Dime ¿te paseabas con ella por el Parque Salazar?
–Ni siquiera tuve tiempo. [2001: 359]
“(…) los domingos se aparecía en el Waikiki (…) y los llevaba (…) al Bowling, al box”. (Los cachorros)
Fuente: La Lima de Mario Vargas Llosa. Rutas literarias. Textos y edición general: Rafo León. Una publicación de la Comisión de Promoción del Perú para la exportación y el turismo PromPerú. Lima, Agosto 2008. Documento completo.
Lima, a pesar de que contiene una extensa porción de litoral, la que va de Chorrillos hasta La Punta, en el Callao, es una ciudad que ha crecido de espaldas al mar.
Quizás la excesiva humedad del clima limeño hizo que los barrios miraran tierra adentro, o que la grisura de los largos meses de invierno se hubiera querido anular con el verde de los jardines y parques. Lo cierto es que recién a mediados del siglo XX Lima descubre que tiene vista al mar, y es allí cuando comienzan las construcciones de
edificios residenciales en los malecones. En el tiempo de La ciudad y los perros, Miraflores no miraba al mar: Alberto, el Poeta, es en La ciudad y los perros un personaje injertado en el Leoncio Prado, que sobrevive gracias a la escritura
(…) las excursiones al barranco eran largas y arduas.
Saltaban el muro de ladrillos a la altura de Colón, planeaban el descenso en una pequeña explanada de tierra, contemplando con ojos graves y experimentados la dentadura vertical del acantilado, y discutían el camino a seguir, registrando desde lo alto los obstáculos que
los separaban de la playa pedregosa. (…) Cuando no jugaban fulbito, ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine. Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excelsior o del Ricardo Palma, generalmente a galería. (…) Los domingos era
distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el Parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos
y peinados (…) [2001: 65 - 66]
El Parque Central de Miraflores es uno de los jardines públicos más importantes de Lima en cuanto a la cantidad y variedad de especies botánicas que guarda. Parte esencial de la historia del distrito, cumple la función de acoger en su entorno al edificio de la máxima autoridad municipal y a la iglesia más importante de la urbe. A poco tiempo del magnicidio de John Kennedy, en un área del parque que va hacia el pasaje Los Pinos y la calle Porta, se inauguró el Parque Kennedy, célebre por el contraste que da entre su vida diurna y su vida nocturna. Durante el día acoge a familias de paseo, a niños, a ancianos que buscan tranquilidad. Sus cafés con terrazas techadas
reciben incontables turistas. Por la noche este parque es el punto de encuentro de la bohemia joven más radical.
Un polo clave en la vida Miraflorina, este sí de cara al mar, es el que antes se llamaba Parque Salazar y que fue convertido a fines de los noventas en un extenso y exitoso centro de compras, turismo y entretenimiento, Larcomar.
Cuando existía el Parque Salazar, un lugar tranquilo y sosegado en el que se podía escuchar el rumor del mar, lo visitaban los jóvenes, esos jóvenes miraflorinos que Vargas Llosa dibuja en Los jefes, en Los cachorros, en La ciudad y los perros. Lugar de abrazos y besos castos pero también de idilios terminados y sufrimiento adolescente, el Parque Salazar reunía algunas esculturas
interesantes, un sencillo cuerpo de agua y agradables jardines. El proyecto Larcomar cambió el concepto de uso público del espacio. Construyó hacia el acantilado una secuencia de tres niveles donde se abrieron cines, tiendas, discotecas, cafés, restaurantes, un teatro, galerías de arte y librerías. Hoy es el lugar más visitado por el turismo que viene a Lima, por sus servicios y por
la vista que ofrece a la hora de la puesta de sol. Abundan en La ciudad y los perros las menciones a este lugar, en su diseño original:
Estaban en la avenida Larco, a veinte metros del Parque Salazar. Una serpiente avanza, despacio, por la pista, se enrosca sobre sí misma frente a la explanada, se pierde en la mancha de vehículos estacionados al borde del parque y luego aparece al otro extremo, disminuida:
gira y toma nuevamente la avenida Larco, en sentido contrario. Algunos automóviles llevan la radio prendida.
(…) A diferencia de cualquier otro día de la semana Los domingos era distinto. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. (La ciudad y los perros) Iglesia Virgen Milagrosa, en el Parque Central están cubiertas de gente. Pero nada de eso les llama
la atención: el imán que, todas las tardes de domingo, atrae hacia el Parque Salazar a los miraflorinos menores de veinte años, ejerce su poder sobre ellos desde hace tiempo. No son ajenos a esa multitud sino parte de ella: van bien vestidos, perfumados, el espíritu en paz; se
sienten en familia. Miran a su alrededor y encuentran rostros que les sonríen, voces que les hablan en un lenguaje que es el suyo. Son los mismos rostros que han visto mil veces en la piscina del Terrazas, en la playa de Miraflores, en La Herradura, en el Club Regatas, en los cines Ricardo Palma, Leuro o Montecarlo. [2001: 206-207]
–Dime ¿te paseabas con ella por el Parque Salazar?
–Ni siquiera tuve tiempo. [2001: 359]
“(…) los domingos se aparecía en el Waikiki (…) y los llevaba (…) al Bowling, al box”. (Los cachorros)
Fuente: La Lima de Mario Vargas Llosa. Rutas literarias. Textos y edición general: Rafo León. Una publicación de la Comisión de Promoción del Perú para la exportación y el turismo PromPerú. Lima, Agosto 2008. Documento completo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario