Historia de Juana Palma ("Mamá Juanita")
Mamá Juanita autor Marco Antonio Farfán Cartagena
Exactamente en el kilómetro doscientos al sur de Lima, en la provincia de Chincha, famosa por sus ritmos afroperuanos y su buena comida, hay un pequeño y acogedor pueblito conocido como El Guayabo.
Allí vivía una mujer muy especial llamada Juana Palma, para los amigos, Mamá Juanita. Allí y de una manera también muy especial, a muy corta edad, conocí a esta maravillosa morena, cuyo nombre es hoy en día legendario para los chinchanos. Sucedió como a continuación les relato.
PARTE I
Una tarde de abril de 1980, paseando con mi hermana íbamos en busca de nuestra prima Pinina. Teníamos ocho y nueve años. Los dos estábamos muy distraídos, cuando, ¡de repente!, asomó una señora de aproximadamente ochenta años. Hasta ese momento, no sabíamos qué nos deparaba el destino. Nos dio miedo y le dije a mi hermana: ‘‘¡Vayamos a la casa!’’. Al tiempo que nos regresábamos, nos preguntábamos: ‘‘¿Quién será esa señora?’’, cuando de pronto, escuchamos: ‘‘¡Hey! ¡Muchachitos!, ¡vengan para acá!’’.
Realmente nos moríamos de miedo, pero nos acercamos, y a medida que lo hacíamos, nos preguntábamos dónde había estado esa señora que nunca la habíamos visto.
Innumerables habían sido las tardes que habíamos pasado por ese lugar y nunca había estado; el temor crecía, hasta que estuvimos ahí. Nos miró y dijo: ‘‘¿Quiénes son ustedes?, ¿su papá y su mamá?’’; en ese instante, mi hermana y yo nos miramos, no sabíamos qué hacer ni responder, el miedo y el temor se habían apoderado de nosotros; entonces, respondí tímidamente: ‘‘Somos hijos de Ali, señora’’. ‘‘¿Ali…?, ¿quién es Ali?’’, nos preguntó; a lo cual dijimos que Ali era la hija de Inca. Parece que a la Mamá Juanita no le hizo mucha gracia, ya que mi abuelo tenía fama de mujeriego y eso a ella no le gustaba. Después de respondernos con un murmullo, nos dijo: ‘‘Yo soy Juana Palma, Mamá Juanita para ustedes’’. Ella, por ese entonces, vivía con su esposo, Pedro Palma, realmente de respeto, que nosotros a esa edad lo trasformábamos en miedo. Pero, a medida que pasábamos el tiempo con ella, el sentimiento se transformó en confianza.
Sorpresivamente, estiró la mano y le pidió a mi hermana: ‘‘Hijita, hazme un favor. Ve a esa chacra y tráeme un pedazo de campa’’ —la campa consiste en pequeños bloques de tierra que se forman al momento de arar la tierra—; pero…, ¡lo más curioso vino después! Al volver Sandra, Mamá Juanita le agradeció, y en ese momento, empezó a comerse el bloque de tierra. Ambos nos quedamos perplejos. ¡Dios, cómo disfrutaba la campa!, se la comió toda; a mi hermana y a mí, nos parecía una locura. Esa señora nos había impactado tanto que nos habíamos olvidado de la prima Pinina. Nos preguntábamos qué hacían unos señores tan mayores en una casa tan grande y solos. Realmente era Juanita todo un personaje. Después de estar ahí por más de una hora, le dije a mi hermana: ‘‘Vámonos a jugar, ya salió Pinina’’.
Nos despedimos de Juanita y cuando nos estábamos yendo, nos dijo: ‘‘Vengan mañana para conversar, ¿ya?’’, ‘‘Chao’’, le dijimos.
Esa mañana fue diferente: habíamos conocido a la legendaria Mamá Juanita.
PARTE II
Desde ese día, la vida nos cambió: nuestra niñez ya no fue la misma, esa señora nos había impresionado. Cuando llegamos a nuestra casa, ya estaba Ali, nuestra mamá; pero Ali para nosotros. Nuestra madre nos daba esa confianza, sería porque siempre habíamos vivido con ella y de nuestro padre sabíamos poco.
Le contamos lo que nos había sucedido con Mamá Juanita, lo impactante que nos había resultado. Mi madre nos miró pensativa y luego de un rato nos dijo: ‘‘Hijos, Mamá Juanita es una de las últimas ancianas que quedan en El Guayabo de la época de los hacendados. Esa señora guarda en ella lo horrible que fue esa época. Sufrió mucho. Se imaginan lo difícil que debe haber sido para ella criar a sus hijos, con todos los problemas que habían. ¡Bueno, ya! ¡Siéntense a comer!’’.
Esa noche pensé mucho en lo que nos había pasado a mi hermana y a mí, pero mi madre no había querido ahondar mucho en el tema. Lo que realmente ocurrió en esos tiempos lo supimos después por Mamá Juanita: los años que a Juana Palma le tocó vivir en tiempos de hacendados, cuando los negros y negras no eran más que meros animales para ellos; pero eso, lo supimos después. Desde ese día, no hubo momento que no aprovecháramos para visitar a Mamá Juanita.
Los días pasaron y la amistad con ella se fortaleció; aparte, nos dio acceso libre para entrar en los frutales que ella tenía. ‘‘Coman lo que quieran’’ nos dijo; para nosotros, era la felicidad completa… Pero lo que más nos impactó fue el relato que nos hizo del tiempo de la hacienda. Mamá Juanita empezó a relatar: ‘‘Hijos, en esos tiempos el trabajo era muy duro: de seis de la mañana a seis de la tarde, muchas veces sin probar bocado alguno, y las veces que se les permitía comer a los trabajadores, ellos lo hacían dentro del campo mismo, vigilados por el capataz. Este señor, el capataz, era una persona de la confianza del patrón’’.
Nos contaba que cuando un negro se cruzaba en el camino con un hacendado tenía que esperar que éste pasara y tenía que saludarlo quitándose el sombrero: ‘‘Eso era ley, hijos, y nosotras, las negras, teníamos que saludar con una venia’’. Yo estaba perplejo con lo que estaba escuchando. ‘‘Los patrones —nos decía Mamá Juanita— crearon los famosos tambos (bodegas); las personas que trabajaban en sus tierras eran obligadas a comprar ahí y si no lo hacían, como represalia, no les daban trabajo. No se olviden, hijos, que estos señores eran los mismos que habían tenido a los negros de esclavos en la hacienda San José. Para ellos, la esclavitud seguía. Pero de manera legal, claro, y apoyados por los gobiernos de turno. Ningún gobernante se preocupó porque este abuso acabara’’.
Tuvo que pasar mucho tiempo, como si la esclavitud no hubiera sido suficiente: ‘‘Ésta fue una época triste para nosotros, los negros viejos. Ahora es diferente, se les permite estudiar; en esos tiempos, era imposible. A pesar de que teníamos derechos, nadie se preocupaba por que se cumplieran. En mis tiempos, había que cruzar la chacra para ir a la escuela que estaba muy alejada del barrio. Las negras que estaban en la adolescencia muchas veces eran abusadas sexualmente por los capataces, empleados, hijos de patrones, y por el mismo patrón. No había forma de quejarnos, ¿quién le creía a un negro o negra?’’, —nos decía. ‘‘Muchas veces preferían los papás no enviar a los niños al colegio, era mejor así para ellos que vivir con el abuso de los patrones; pero, ustedes, hijos, tienen y deben tener otra realidad. ¿Saben? Hubo muchos hijos que tuvieron los patrones con mujeres negras que jamás fueron reconocidos y pasaron a vivir lo mismo que sus madres, con el desprecio de su mismo padre, que jamás se iba a atrever a llamarlo hijo o hija. Eso era imposible’’. Pero Mamá Juanita nos dijo algo: ‘‘Yo si que he peleado por mis negritos. Pobre que me los tocaran, me convertía en una leona’’. Cuando escuché eso sentí mucha emoción, era gratificante escuchar que había mujeres como Mamá Juanita que alzaban su voz.
PARTE III
Me puse a pensar en ese momento que todo en esta vida tiene un fin, los abusos no duran para siempre y quienes los cometen tienen que bregar con su conciencia para siempre. Ningún ser humano puede ser sometido y menos despreciado por el color de su piel, y eso sucedía con mayor intensidad en esos tiempos. Mamá Juanita fue una luchadora incansable para alcanzar dignidad para los suyos.
Juana Palma era una creyente fervorosa y cultivadora de una fe inquebrantable, y esa fe la transmitió a sus hijos, que ahora cuidaban de ella. Algo que nos sorprendió mucho fue cuando nos contó que había negros que a cambio de favores por mejores tratos del patrón y otras gollerías, les contaban todo lo que escuchaban de las conversaciones de la gente del pueblo. ‘‘Había terminado la esclavitud, pero los hacendados seguían siendo dueños de todo’’ —nos decía Mamá Juanita. ‘‘Las casas que habitábamos eran de ellos, tenías derecho a habitarlas si es que trabajabas para ellos o si no, tenías que vivir como vivíamos muchos de nosotros: en casa de caña y barro. No teníamos nada y no podíamos quejarnos de nada tampoco. Por eso, cuando se dio la Reforma Agraria, muchos de estos negros huyeron y algunos fueron ajusticiados por la gente del pueblo’’. Lo que notamos en Mamá Juanita fue mucha tristeza a la hora de contarnos todo esto, ella hubiera querido —nos decía— otro futuro para los negros que fueron traídos a la fuerza de África.
Exactamente en el kilómetro doscientos al sur de Lima, en la provincia de Chincha, famosa por sus ritmos afroperuanos y su buena comida, hay un pequeño y acogedor pueblito conocido como El Guayabo.
Allí vivía una mujer muy especial llamada Juana Palma, para los amigos, Mamá Juanita. Allí y de una manera también muy especial, a muy corta edad, conocí a esta maravillosa morena, cuyo nombre es hoy en día legendario para los chinchanos. Sucedió como a continuación les relato.
PARTE I
Una tarde de abril de 1980, paseando con mi hermana íbamos en busca de nuestra prima Pinina. Teníamos ocho y nueve años. Los dos estábamos muy distraídos, cuando, ¡de repente!, asomó una señora de aproximadamente ochenta años. Hasta ese momento, no sabíamos qué nos deparaba el destino. Nos dio miedo y le dije a mi hermana: ‘‘¡Vayamos a la casa!’’. Al tiempo que nos regresábamos, nos preguntábamos: ‘‘¿Quién será esa señora?’’, cuando de pronto, escuchamos: ‘‘¡Hey! ¡Muchachitos!, ¡vengan para acá!’’.
Realmente nos moríamos de miedo, pero nos acercamos, y a medida que lo hacíamos, nos preguntábamos dónde había estado esa señora que nunca la habíamos visto.
Innumerables habían sido las tardes que habíamos pasado por ese lugar y nunca había estado; el temor crecía, hasta que estuvimos ahí. Nos miró y dijo: ‘‘¿Quiénes son ustedes?, ¿su papá y su mamá?’’; en ese instante, mi hermana y yo nos miramos, no sabíamos qué hacer ni responder, el miedo y el temor se habían apoderado de nosotros; entonces, respondí tímidamente: ‘‘Somos hijos de Ali, señora’’. ‘‘¿Ali…?, ¿quién es Ali?’’, nos preguntó; a lo cual dijimos que Ali era la hija de Inca. Parece que a la Mamá Juanita no le hizo mucha gracia, ya que mi abuelo tenía fama de mujeriego y eso a ella no le gustaba. Después de respondernos con un murmullo, nos dijo: ‘‘Yo soy Juana Palma, Mamá Juanita para ustedes’’. Ella, por ese entonces, vivía con su esposo, Pedro Palma, realmente de respeto, que nosotros a esa edad lo trasformábamos en miedo. Pero, a medida que pasábamos el tiempo con ella, el sentimiento se transformó en confianza.
Sorpresivamente, estiró la mano y le pidió a mi hermana: ‘‘Hijita, hazme un favor. Ve a esa chacra y tráeme un pedazo de campa’’ —la campa consiste en pequeños bloques de tierra que se forman al momento de arar la tierra—; pero…, ¡lo más curioso vino después! Al volver Sandra, Mamá Juanita le agradeció, y en ese momento, empezó a comerse el bloque de tierra. Ambos nos quedamos perplejos. ¡Dios, cómo disfrutaba la campa!, se la comió toda; a mi hermana y a mí, nos parecía una locura. Esa señora nos había impactado tanto que nos habíamos olvidado de la prima Pinina. Nos preguntábamos qué hacían unos señores tan mayores en una casa tan grande y solos. Realmente era Juanita todo un personaje. Después de estar ahí por más de una hora, le dije a mi hermana: ‘‘Vámonos a jugar, ya salió Pinina’’.
Nos despedimos de Juanita y cuando nos estábamos yendo, nos dijo: ‘‘Vengan mañana para conversar, ¿ya?’’, ‘‘Chao’’, le dijimos.
Esa mañana fue diferente: habíamos conocido a la legendaria Mamá Juanita.
PARTE II
Desde ese día, la vida nos cambió: nuestra niñez ya no fue la misma, esa señora nos había impresionado. Cuando llegamos a nuestra casa, ya estaba Ali, nuestra mamá; pero Ali para nosotros. Nuestra madre nos daba esa confianza, sería porque siempre habíamos vivido con ella y de nuestro padre sabíamos poco.
Le contamos lo que nos había sucedido con Mamá Juanita, lo impactante que nos había resultado. Mi madre nos miró pensativa y luego de un rato nos dijo: ‘‘Hijos, Mamá Juanita es una de las últimas ancianas que quedan en El Guayabo de la época de los hacendados. Esa señora guarda en ella lo horrible que fue esa época. Sufrió mucho. Se imaginan lo difícil que debe haber sido para ella criar a sus hijos, con todos los problemas que habían. ¡Bueno, ya! ¡Siéntense a comer!’’.
Esa noche pensé mucho en lo que nos había pasado a mi hermana y a mí, pero mi madre no había querido ahondar mucho en el tema. Lo que realmente ocurrió en esos tiempos lo supimos después por Mamá Juanita: los años que a Juana Palma le tocó vivir en tiempos de hacendados, cuando los negros y negras no eran más que meros animales para ellos; pero eso, lo supimos después. Desde ese día, no hubo momento que no aprovecháramos para visitar a Mamá Juanita.
Los días pasaron y la amistad con ella se fortaleció; aparte, nos dio acceso libre para entrar en los frutales que ella tenía. ‘‘Coman lo que quieran’’ nos dijo; para nosotros, era la felicidad completa… Pero lo que más nos impactó fue el relato que nos hizo del tiempo de la hacienda. Mamá Juanita empezó a relatar: ‘‘Hijos, en esos tiempos el trabajo era muy duro: de seis de la mañana a seis de la tarde, muchas veces sin probar bocado alguno, y las veces que se les permitía comer a los trabajadores, ellos lo hacían dentro del campo mismo, vigilados por el capataz. Este señor, el capataz, era una persona de la confianza del patrón’’.
Nos contaba que cuando un negro se cruzaba en el camino con un hacendado tenía que esperar que éste pasara y tenía que saludarlo quitándose el sombrero: ‘‘Eso era ley, hijos, y nosotras, las negras, teníamos que saludar con una venia’’. Yo estaba perplejo con lo que estaba escuchando. ‘‘Los patrones —nos decía Mamá Juanita— crearon los famosos tambos (bodegas); las personas que trabajaban en sus tierras eran obligadas a comprar ahí y si no lo hacían, como represalia, no les daban trabajo. No se olviden, hijos, que estos señores eran los mismos que habían tenido a los negros de esclavos en la hacienda San José. Para ellos, la esclavitud seguía. Pero de manera legal, claro, y apoyados por los gobiernos de turno. Ningún gobernante se preocupó porque este abuso acabara’’.
Tuvo que pasar mucho tiempo, como si la esclavitud no hubiera sido suficiente: ‘‘Ésta fue una época triste para nosotros, los negros viejos. Ahora es diferente, se les permite estudiar; en esos tiempos, era imposible. A pesar de que teníamos derechos, nadie se preocupaba por que se cumplieran. En mis tiempos, había que cruzar la chacra para ir a la escuela que estaba muy alejada del barrio. Las negras que estaban en la adolescencia muchas veces eran abusadas sexualmente por los capataces, empleados, hijos de patrones, y por el mismo patrón. No había forma de quejarnos, ¿quién le creía a un negro o negra?’’, —nos decía. ‘‘Muchas veces preferían los papás no enviar a los niños al colegio, era mejor así para ellos que vivir con el abuso de los patrones; pero, ustedes, hijos, tienen y deben tener otra realidad. ¿Saben? Hubo muchos hijos que tuvieron los patrones con mujeres negras que jamás fueron reconocidos y pasaron a vivir lo mismo que sus madres, con el desprecio de su mismo padre, que jamás se iba a atrever a llamarlo hijo o hija. Eso era imposible’’. Pero Mamá Juanita nos dijo algo: ‘‘Yo si que he peleado por mis negritos. Pobre que me los tocaran, me convertía en una leona’’. Cuando escuché eso sentí mucha emoción, era gratificante escuchar que había mujeres como Mamá Juanita que alzaban su voz.
PARTE III
Me puse a pensar en ese momento que todo en esta vida tiene un fin, los abusos no duran para siempre y quienes los cometen tienen que bregar con su conciencia para siempre. Ningún ser humano puede ser sometido y menos despreciado por el color de su piel, y eso sucedía con mayor intensidad en esos tiempos. Mamá Juanita fue una luchadora incansable para alcanzar dignidad para los suyos.
Juana Palma era una creyente fervorosa y cultivadora de una fe inquebrantable, y esa fe la transmitió a sus hijos, que ahora cuidaban de ella. Algo que nos sorprendió mucho fue cuando nos contó que había negros que a cambio de favores por mejores tratos del patrón y otras gollerías, les contaban todo lo que escuchaban de las conversaciones de la gente del pueblo. ‘‘Había terminado la esclavitud, pero los hacendados seguían siendo dueños de todo’’ —nos decía Mamá Juanita. ‘‘Las casas que habitábamos eran de ellos, tenías derecho a habitarlas si es que trabajabas para ellos o si no, tenías que vivir como vivíamos muchos de nosotros: en casa de caña y barro. No teníamos nada y no podíamos quejarnos de nada tampoco. Por eso, cuando se dio la Reforma Agraria, muchos de estos negros huyeron y algunos fueron ajusticiados por la gente del pueblo’’. Lo que notamos en Mamá Juanita fue mucha tristeza a la hora de contarnos todo esto, ella hubiera querido —nos decía— otro futuro para los negros que fueron traídos a la fuerza de África.
A mi hermana y a mí, a tan corta edad, se nos hacía difícil entender el porqué de tanto sufrimiento. Mi hermana, al poco tiempo, dejó de ir a visitarla; para mí, se convirtió en rutina estar en sus frutales y esperar que saliera para escuchar sus historias.
Hablar lo que significó Mamá Juanita es eso: vida. Pasó el tiempo y mis conversaciones con esa maravillosa mujer parecían de despedida. Cada vez que me retiraba, me decía: ‘‘Hijo, de repente mañana ya no estoy, porque ya me tengo que ir’’. Yo lo tomaba como una broma, porque siempre que regresaba, ella estaba. Para mí, Mamá Juanita era eterna, se convirtió en mi cómplice, le contaba mis penas y alegrías; sus consejos eran infaltables y siempre la escuchaba. Fui objeto de bromas por parte de mis primos, y mis amigos me preguntaban qué hacía conversando con una vieja loca y me decían que yo también estaba loco, pero no me importaba.
En una de nuestras conversaciones, Mamá Juanita me dijo algo que me llenó de alegría: ‘‘Mira, hijo. Ahí voy a dejar esa planta de ciruela, cuídala por favor, que no estén cortando los frutos verdes’’. ‘‘Muy bien Mamá Juanita’’ —le dije—, pero cuando estuve en casa, me puse a pensar: ¿qué era?, ¿por qué ella no podía cuidarlas?, ¿por su edad? Pero pasaron los días y pasó lo del principio, Mamá Juanita ya no se asomaba. Por más que pasara en la mañana o en la tarde, no la veía; entonces, reparé en algo: siempre que fui a su casa, nunca le toqué la puerta. Ella siempre estuvo ahí, y ahora que no la veía, me daba temor tocar la puerta. Y si no está, ¿qué hago?, era la pregunta que me hacía. Muy extrañado por lo que pasaba, le pregunté a su hija, Mariquita, qué estaba pasando, por qué no estaba mas Mamá Juanita: ‘‘Por favor, señora, dígale que estoy cuidando la planta de ciruelas’’. ‘‘Hijo, está bien’’, me contestó; pero, al mismo tiempo, noté mucha tristeza en su rostro. ¿Qué es lo que estaba pasando? —me preguntaba.
A Pedro, su esposo se le notaba triste. Él era un señor que no hablaba mucho, muy callado, casi nunca conversaba conmigo; era un poco renegón. Juanita era diferente, más conversadora.
PARTE IV
Era el año 1982, cuando mi abuelo me detuvo en el ingreso de mi casa. Yo regresaba de jugar fútbol, realmente sentí miedo. Mirándome a los ojos me dijo: ‘‘Mamá Juanita acaba de fallecer’’. Fueron muchos los sentimientos que se me juntaron, pero ninguno superó la tristeza que sentía. Entré en mi cuarto y las lágrimas se apoderaron de mí.
¡Caramba!, decía por dentro, ni siquiera me despedí de ella. Esa mujer maravillosa se había ido y con ella, toda una generación. Juanita era una de las últimas negras del tiempo de hacienda dura, como le llamaban a esos tiempos; con ella se fue todo: un tiempo de sufrimiento, de dolor. Pero, Juana se iba contenta, porque sus ojos también vieron la nueva generación. Ella era feliz viendo cómo con la Reforma Agraria los negros tuvieron acceso por primera vez a las universidades, eso la hacía feliz de verdad. En ese momento, me acordé de la planta de ciruelas que me había encomendado cuidar; pero, la verdad, también tenía mucho miedo, mi corta edad no me dejaba comprender totalmente que Juanita se había ido para siempre. Dentro de mí, pensaba que ella regresaría. Realmente fue un ejemplo de vida. Su legado permanecerá por siempre.
Ese día me alisté y me fui a esperarla, había mucha gente. En su casa, el dolor de sus hijos era evidente, todos ellos estaban muy apenados; su esposo, Pedro, a un lado esperaba el cuerpo de su esposa. Realmente era muy triste. Yo observaba de lejos todo lo que pasaba. En un momento me retiré a la parte de atrás, donde estaba la huerta de Mamá Juanita y me recosté en el árbol de ciruelas; la pena se apoderó de mí totalmente, Mamá Juanita ya no estaba más.
Al otro día, cuando ya se llevaban a Juanita al sepulcro, yo me encontraba cerca de la planta de ciruelas, cuidando que nadie se llevara sus frutos. Apostado ahí, observé cuando se la llevaron. No me moví de mi lugar, el féretro partió al compás de unos músicos que habían llegado para acompañarla a su último descanso. Me quedé solo con la planta de ciruelas, observando cómo se iba Mamá Juanita. Ya jamás la vería.
Ha pasado el tiempo y lo que me pudo dejar Mamá Juanita como enseñanza es que jamás se debe abusar por más poder que se tenga, que somos libres de escoger nuestro destino, que hay algo que no debemos perder jamás: nuestra dignidad, y que nos debemos hacer respetar hasta el final de nuestros días.
En una de nuestras conversaciones, Mamá Juanita me dijo algo que me llenó de alegría: ‘‘Mira, hijo. Ahí voy a dejar esa planta de ciruela, cuídala por favor, que no estén cortando los frutos verdes’’. ‘‘Muy bien Mamá Juanita’’ —le dije—, pero cuando estuve en casa, me puse a pensar: ¿qué era?, ¿por qué ella no podía cuidarlas?, ¿por su edad? Pero pasaron los días y pasó lo del principio, Mamá Juanita ya no se asomaba. Por más que pasara en la mañana o en la tarde, no la veía; entonces, reparé en algo: siempre que fui a su casa, nunca le toqué la puerta. Ella siempre estuvo ahí, y ahora que no la veía, me daba temor tocar la puerta. Y si no está, ¿qué hago?, era la pregunta que me hacía. Muy extrañado por lo que pasaba, le pregunté a su hija, Mariquita, qué estaba pasando, por qué no estaba mas Mamá Juanita: ‘‘Por favor, señora, dígale que estoy cuidando la planta de ciruelas’’. ‘‘Hijo, está bien’’, me contestó; pero, al mismo tiempo, noté mucha tristeza en su rostro. ¿Qué es lo que estaba pasando? —me preguntaba.
A Pedro, su esposo se le notaba triste. Él era un señor que no hablaba mucho, muy callado, casi nunca conversaba conmigo; era un poco renegón. Juanita era diferente, más conversadora.
PARTE IV
Era el año 1982, cuando mi abuelo me detuvo en el ingreso de mi casa. Yo regresaba de jugar fútbol, realmente sentí miedo. Mirándome a los ojos me dijo: ‘‘Mamá Juanita acaba de fallecer’’. Fueron muchos los sentimientos que se me juntaron, pero ninguno superó la tristeza que sentía. Entré en mi cuarto y las lágrimas se apoderaron de mí.
¡Caramba!, decía por dentro, ni siquiera me despedí de ella. Esa mujer maravillosa se había ido y con ella, toda una generación. Juanita era una de las últimas negras del tiempo de hacienda dura, como le llamaban a esos tiempos; con ella se fue todo: un tiempo de sufrimiento, de dolor. Pero, Juana se iba contenta, porque sus ojos también vieron la nueva generación. Ella era feliz viendo cómo con la Reforma Agraria los negros tuvieron acceso por primera vez a las universidades, eso la hacía feliz de verdad. En ese momento, me acordé de la planta de ciruelas que me había encomendado cuidar; pero, la verdad, también tenía mucho miedo, mi corta edad no me dejaba comprender totalmente que Juanita se había ido para siempre. Dentro de mí, pensaba que ella regresaría. Realmente fue un ejemplo de vida. Su legado permanecerá por siempre.
Ese día me alisté y me fui a esperarla, había mucha gente. En su casa, el dolor de sus hijos era evidente, todos ellos estaban muy apenados; su esposo, Pedro, a un lado esperaba el cuerpo de su esposa. Realmente era muy triste. Yo observaba de lejos todo lo que pasaba. En un momento me retiré a la parte de atrás, donde estaba la huerta de Mamá Juanita y me recosté en el árbol de ciruelas; la pena se apoderó de mí totalmente, Mamá Juanita ya no estaba más.
Al otro día, cuando ya se llevaban a Juanita al sepulcro, yo me encontraba cerca de la planta de ciruelas, cuidando que nadie se llevara sus frutos. Apostado ahí, observé cuando se la llevaron. No me moví de mi lugar, el féretro partió al compás de unos músicos que habían llegado para acompañarla a su último descanso. Me quedé solo con la planta de ciruelas, observando cómo se iba Mamá Juanita. Ya jamás la vería.
Ha pasado el tiempo y lo que me pudo dejar Mamá Juanita como enseñanza es que jamás se debe abusar por más poder que se tenga, que somos libres de escoger nuestro destino, que hay algo que no debemos perder jamás: nuestra dignidad, y que nos debemos hacer respetar hasta el final de nuestros días.
Fuente: ¡ÉCOLECUA! ¡ÉCOLECUA! Cuentos, poemas y relatos del pueblo afroperuano. MINISTERIO DE EDUCACIÓN, BIBLIOTECA DE AULA EIB. Los textos pertenecen a los ganadores del Primer Concurso de Literatura Infantil Afroperuana organizado por la ex DINEBI, hoy DEIB, con diversas instituciones de la sociedad civil en el año 2005.
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