13 octubre 2008

Escultura, retablos e imaginería en el Virreinato del Perú

En su Nueva crónica y buen gobierno, escrita a comienzos del siglo XVII, Felipe Guamán Poma de Ayala recomendaba el cultivo de las artes entre los indígenas por su manifiesta utilidad para la buena marcha del virreinato.
No encontró mejor ejemplo que la escultura, y allí mismo dibujó a dos artífices nativos policromando un Cristo crucificado. Con ello demostraba no sólo la pertinencia de estos oficios, sino la importancia crucial que las imágenes de culto iban adquiriendo en la cristianización del Perú. En apoyo de esta idea, aseguraba el cronista que «viendo las santas hechuras nos acordamos del servicio de Dios». Y por tanto, era un privilegio que los cristianos del Nuevo Mundo se concertaran «para la hechura y semejanza de Dios». Tras varias generaciones de trabajo artístico incesante, las representaciones escultóricas de Cristo, la Virgen y los santos presidían por entonces todas las iglesias del país y habían arraigado con gran fuerza en el imaginario andino.
Es reveladora la mención simultánea que hace Guamán Poma de los oficios de entallador, pintor, escultor y bordador. Sus palabras confirman que, lejos de ser un género aislado, la escultura dependía de una compleja mixtura de oficios complementarios. Sin duda, la lenta adaptación de esas viejas ocupaciones artesanales a las necesidades del medio, constituye un capítulo crucial en la historia del arte americano. La omnipresencia de la escultura se pondría de manifiesto en las diversas funciones que cumplió a lo largo del virreinato, adscrita a retablos, sillerías y portadas, incorporada a estructuras efímeras, o venerada en forma de imágenes procesionales y devociones privadas.
ORÍGENES
Debido a su capitalidad y a las estrechas relaciones comerciales que mantenía con Sevilla, Lima concentró envíos escultóricos de importancia desde su fundación. Tanto las grandes órdenes regulares como la primitiva iglesia mayor contaron con efigies marianas de excepcional factura que, en poco tiempo, gozaron de una devoción extendida. Algunas de ellas —pese a terremotos, transformaciones urbanas y cambios de gusto— han llegado hasta nuestros días gracias a la continuidad de su culto. De ahí que hayan sido consideradas por la tradición, sin mayor fundamento, como obsequios del emperador Carlos V.
Esas imágenes procedían, en su mayor parte, del taller sevillano dirigido por Roque de Balduque, maestro flamenco activo en el segundo tercio del siglo XVI a quien se denomina tradicionalmente «el imaginero de la madre de Dios». Dos piezas documentadas avalan la temprana presencia de su obra en la ciudad. Una es la Virgen de la Asunción, imagen titular de la segunda catedral, encargada por la hija de Francisco Pizarro hacia 1551.
La segunda es la Virgen del Rosario que, a pedido de los dominicos, labró Balduque por el año 1558. Ambas piezas muestran las maneras características de este maestro, entremezclando rasgos del naturalismo renacentista con acentos arcaizantes de estirpe gótica que confirman la procedencia nórdica del artista.
En la década de 1580 empezarán a llegar trabajos de Juan Bautista Vázquez el Viejo, artista plenamente imbuido de las fórmulas miguelangelescas, cuyo estilo podía alternar sin mayores contradicciones con la pintura italianista que empezaba a triunfar en la capital. Quedan algunas de las tallas que envió en 1582 para la capilla del Rosario en la iglesia de Santo Domingo y en la Virgen con el Niño (Instituto Riva-Agüero), sin duda, fragmento de un retablo hoy perdido, que evidencia una majestad de proporciones característica del período castellano de Vázquez.
Aún podía percibirse un marcado contraste entre piezas llegadas de la Península y las que trabajaban los entalladores españoles avecindados en el virreinato durante esa época temprana. Es el caso de Alonso Gómez, autor de los relieves para el altar mayor de la segunda catedral (1558). Gómez era castellano, procedente de Toro donde probablemente se había formado en el oficio. De su obra subsiste, según la tradición, el panel de la Adoración de los Pastores colocado a la entrada de la sacristía catedralicia.
En Cusco, debido al temprano aporte de los artífices indígenas, la imaginería empezó a utilizar, ya en el siglo XVI, materiales autóctonos. Uno de los más frecuentes fue el maguey, fibra derivada de planta cactácea originaria, que proveía un sustituto barato y liviano de la madera. Sumado a la tela encolada, de procedencia española, el maguey lograría reemplazar al cedro, escaso en los Andes, con peculiares efectos visuales en el interior penumbroso de los templos. De esa manera se hizo, durante la segunda mitad del siglo, la imagen del Señor de los Temblores, venerada en la catedral, que una persistente tradición oral considera obsequio de Carlos V. Su apariencia recuerda a los Cristos medievales españoles, y especialmente al de Burgos. Otro tanto ocurre con el Cristo de las Ánimas, en la iglesia del Triunfo. A partir de entonces, la imaginería local empezaría a distanciarse de la obra escultórica española que también poseía la ciudad, gran parte de la cual se perdió tras el terremoto de 1650.
LOS MAESTROS ITALIANOS
A partir del último cuarto del siglo XVI, los maestros italianos que dominaron la actividad pictórica contemporánea desarrollaron también un papel activo en el campo escultórico. Impulsados por las necesidades decorativas de los edificios religiosos que se iban construyendo, tanto Bernardo Bitti como Mateo Pérez de Alesio y Angelino Medoro abordaron obras de talla y ensambladura. A su manera, todos ellos transfirieron los estilos italianos propugnados por la Contrarreforma a la modalidad hispánica de la madera policromada.
En este campo, el jesuita Bitti fue ayudado por su hermano de orden Pedro de Vargas, con quien se trasladó al Cusco en 1582, luego de haber decorado la iglesia limeña. Los personajes bittescos en contrapposto, de actitudes elegantes y canon alargado, alcanzaron difusión en todo el sur andino gracias a los constantes desplazamientos de estos artistas. Aparte de retablos, crearon imágenes devotas como el perdido Niño de Huanca labrado por Bitti o una antigua copia de la Virgen de Copacabana, tradicionalmente atribuida a Vargas, en la iglesia de Chinchaypujio. Sin embargo, sus modelos no tuvieron la misma influencia que en la pintura y rápidamente fueron desplazados por las emergentes tendencias naturalistas de la imaginería hispánica.
EVOLUCIÓN AL REALISMO
La transición hacia un barroquismo de acento verista ya se podía advertir a comienzos del siglo XVII. A través de maestros sevillanos afincados en Lima, como Martín de Oviedo y Martín Alonso de Mesa, llegaban al virreinato los primeros influjos montañesinos que no tardaron en darse a conocer en el Cusco y la región surandina. Oviedo era discípulo de Juan Bautista Vázquez y amigo cercano del joven Martínez Montañés.
Pasó a México en 1594 y desde 1600 estaba activo en Lima. Entre sus pocas obras identificadas se encuentran los paneles del antiguo retablo de San José, en la catedral limeña, que todavía expresan una cierto apego a los cánones italianistas.
Mesa pertenecía a la misma generación, aunque su producción se muestra estilísticamente más avanzada y cercana al gusto montañesino. Desde 1602, año aproximado de su llegada, hasta su muerte, en 1626, tuvo una activa labor en la capital del virreinato. Se encargó de labrar en 1623 el San Juan evangelista, imagen titular de la catedral, lo que da un indicio de su fama local. Basado en ella, durante las disputas por la adjudicación de la sillería catedralicia, Mesa llegaría a afirmar con jactancia: «Como se sabe en este reyno, no hay persona en él que me haga ventaja en la dicha arte de escultura».
Dentro de este ambiente de marcado andalucismo surgió una primera generación de imagineros criollos, a la que pertenecieron Pedro Muñoz de Alvarado, probablemente limeño, y el mexicano Juan García Salguero.
A Muñoz de Alvarado se debe el notable conjunto de la Sagrada Familia (1633) en la catedral de Lima, obra que se hace eco del estilo montañesino generalizado en la ciudad.
Simultáneamente, la importación masiva de obras de Martínez Montañés y su taller habría de significar un formidable impulso para el surgimiento de la escuela escultórica limeña. Entre 1591 y 1640, los encargos peruanos al obrador de Montañés aparecen documentados de manera incesante. El más importante fue, sin duda, el monumental retablo de San Juan Bautista, remitido a través de sucesivos embarques durante el período 1607-1622. Su destino era el monasterio de la Concepción, desde donde fue trasladado en el siglo XX a la catedral. Se trata de un altar «historiado», cuyos relieves desarrollan una secuencia de escenas con los pasajes centrales de la vida del santo titular.
A la presencia de estas piezas vendría a sumarse la actividad de una segunda generación de entalladores andaluces, integrada por Gaspar de la Cueva, Luis de Espíndola Villavicencio, Pedro de Noguera y Luis Ortiz de Vargas. Todos ellos, junto con el veterano Martín Alonso de Mesa, participaron en el histórico pleito por la sillería de la catedral de Lima, obra clave del período.
ESPLENDOR DE LAS SILLERÍAS CORALES
En torno de la sillería catedralicia limeña se aglutinó un sólido núcleo de escultores andaluces, influidos por la manera de Montañés, que dejaron fuerte impronta en la actividad escultórica local. Mientras Martín Alonso de Mesa se encargaba de la traza arquitectónica en 1623, Luis Ortiz de Vargas redactaba las condiciones de obra para los efectos de su adjudicación pública. Ambos, a su vez, presentarían posturas, al igual que Gaspar de la Cueva, Pedro de Noguera y Luis de Espíndola. Intrincadas maniobras judiciales retrasaron durante años la realización de ésta, que finalmente sería adjudicada —no sin protestas— a Noguera. Los vencidos en la competencia intentaron todavía incorporarse a los trabajos, pero terminarían dispersándose. Mesa murió en 1626 y poco después se trasladaron a Charcas Cueva y Espíndola. Al decidir su regreso a España, en 1627, Ortiz de Vargas dejaba el campo libre a Noguera, quien sería el único autor de esta espléndida sillería, terminada en 1632.
Claros antecedentes de esta obra capital se encuentran en la cajonería de la misma catedral (1608) y en el coro de Santo Domingo (1603), ambas obras de Juan Martínez de Arrona. En cuanto a la disposición arquitectónica, Noguera se sujetó estrictamente a la traza previa de Mesa. Su aporte más valioso y original se encuentra en los paneles de santos vigorosamente construidos, ya que el diseño general no especificaba detalles a este respecto. El programa iconográfico, que comprende citas cultas, alegorías e incluso motivos mitológicos, es una cabal expresión del clima humanístico imperante entre las jerarquías eclesiásticas del momento.
Al poco tiempo de su conclusión, esta sillería coral ejerció un influyente magisterio sobre el desarrollo del arte peruano. En ella aparecieron por primera vez los «frontispicios» o frontones curvos, encima de los cuales se ven angelillos o putti sentados. Con el paso del tiempo, este elemento pasaría a ser un leitmotiv de portadas y retablos a lo largo de todo el virreinato. El diseño provenía de la traza de Mesa y fue llevado al Cusco por su hijo Pedro hacia 1633, cuando incorporó este repertorio al arte de la ensambladura local.
Para entonces, las sillerías se habían convertido en un género escultórico clave en las principales ciudades del virreinato. Lima conserva un número importante de ellas, con una tipología que fue evolucionando hacia manifestaciones de carácter más definidamente local, como la de San Francisco (ca. 1674), debida a un anónimo taller criollo. El ejemplo de la sillería de Noguera también tendría ecos reconocibles en el Cusco, sobre todo en el coro franciscano. Posteriormente, la sillería catedralicia de la época de Mollinedo (ca. 1675), que se atribuye a Juan Jiménez de Villarreal, señalaría la evolución de esa tipología hacia una plenitud barroca distante del clasicismo de Noguera.
ESCUELAS REGIONALES E IMAGINEROS INDÍGENAS
A mediados del siglo XVII, los talleres dirigidos por maestros criollos o por peninsulares formados en el país irían modulando el carácter de las escuelas regionales. Este proceso resulta especialmente claro en el caso de los ensambladores.
Durante esa época destacan en Lima Asensio de Salas y fray Cristóbal Caballero, quienes se disputaban los principales encargos. Ambos definieron la tipología del primer barroco, manifiesta en el retablo catedralicio de la Purísima, ensamblado por Salas en 1656. Es una de las pocas piezas subsistentes de ese estilo, trasladado en los años siguientes a la arquitectura de portadas.
En estrecha colaboración con Salas trabajaba por e
ntonces Bernardo de Robles y Lorenzana, escultor salmantino establecido en Lima hacia 1645. No obstante haber aprendido el oficio en su ciudad natal, a su paso por Sevilla y luego, al trasladarse a tierras peruanas, Robles adoptará sin reservas el estilo montañesino dominante.
Así lo evidencian obras como la Purísima (1656), que presidía el retablo ensamblado por Salas en la catedral.
Pocos años más tarde, Robles trabajó en Arequipa antes de volver a Salamanca. Su obra denota una identificación con la religiosidad local, especialmente con la devoción al Cristo de la Agonía que trató reiteradamente. Es probable que se acercara también al conocimiento de las lenguas nativas, como lo demuestra la presencia de un libro de gramática quechua en el inventario de sus bienes practicado en 1670.
El despegue cusqueño se producía, entre tanto, como consecuencia del gran terremoto de 1650 y de las obras de reconstrucción que se emprendieron en los años siguientes.
Un veterano ensamblador como Martín de Torres encabezó las principales obras de ensambladura con la minuciosa talla que distingue a los retablos del período. El estilo de Torres se caracteriza por el uso de columnas corintias con el tercio inferior con decoración de escamas o diamantes. Fue tanto el éxito de esta modalidad que se trasladaría al trabajo en piedra, como puede verse en el claustro del convento mercedario, concluido en 1663.
Durante el gobierno eclesiástico de Manuel de Mollinedo y Angulo (1673-1699), las obras artísticas de la región recibieron un nuevo impulso. Mollinedo alentó el trabajo de los artífices indígenas, lo que se tradujo en un verdadero resurgimiento de la imaginería religiosa cusqueña. Esa mezcla de familiaridad y reverencia que definía la relación entre los devotos y sus imágenes favoritas iría determinando por entonces la exacerbación progresiva de ciertos detalles realistas.
Elegantemente vestidas y enjoyadas, las efigies de Cristo, la Virgen o los santos patronos lucirán dientes y pestañas postizas, así como pelucas de cabello natural, ojos de vidrio coloreado y paladares de espejo. Todo ello imprimió al género un carácter impactante, con notas de ternura o patetismo fuertemente marcadas.
Es la época en que las advocaciones más populares son «retratadas» por los pintores, con gran precisión de detalle, en sus altares o andas procesionales. A menudo estos bultos se veían envueltos en la leyenda devota, que les atribuía orígenes milagrosos. Las imágenes eran dejadas en el torno de un monasterio por «ángeles escultores», o aparecían varadas por el mar y manifestaban su deseo de permanecer en un determinado lugar poniéndose muy pesadas ante cualquier intento de moverlas. Todo ello, junto con los sucesivos repintes y modificaciones, siguen conspirando contra la identificación correcta de las piezas, que a menudo carecen de documentación.
Gran figura de este período fue Juan Tomás Tuyru Túpac, miembro de la antigua nobleza incaica como sus contemporáneos Quispe Tito o Santa Cruz Pumacallao. Su polifacética actuación, documentada entre 1667 y 1700, comprende labores de arquitectura, ensamblaje, dorado y escultura. Entre sus imágenes la más conocida es la Virgen de la Almudena, que labró por encargo del obispo Mollinedo en 1686, con destino a la parroquia cusqueña homónima. Tuyru Túpac se adaptó al gusto europeizante del prelado al trabajar esta pieza de bulto redondo en cedro, cuya inspiración responde a modelos de origen sevillano.
A Tuyru Túpac se atribuye, sin mayor fundamento, el célebre púlpito de San Blas (ca. 1690), obra capital en un género que cobró auge en consonancia con el florecimiento de la oratoria sagrada en la región. No obstante el frondoso barroquismo de su talla, este púlpito desarrolla un cuidado programa iconográfico que simboliza el triunfo de la Iglesia católica frente a los enemigos de la fe. Su repertorio arquitectónico churrigueresco y su insuperable derroche decorativo se relacionan con los púlpitos de la catedral, Belén, San Pedro y sobre todo con el de Checacupe, que Wethey considera del mismo autor.
Al terminar el siglo otro maestro indígena, Melchor Guamán Mayta, extremó la tendencia realista en sus imágenes procesionales. Se trata de figuras con cuerpos de maguey y tela encolada, en tanto que sus rostros son mascarillas de pasta a las cuales se aplicaban detalles «naturales». En 1712, Guamán concertó la imagen titular de la iglesia de San Francisco, cuyas manos y cabeza serían labradas en cedro sobre una estructura corporal de maguey. También se atribuyen a este maestro las populares efigies de San Cristóbal y San Sebastián, representativas de aquella estética efectista propia del momento.
TRIUNFO DEL CHURRIGUERESCO
Una de las notas características del pleno barroco estuvo dada por el triunfo de la columna salomónica en los retablos.
Este elemento clave se iría extendiendo rápidamente desde Lima y sería adoptado en todo el virreinato al entrar el siglo XVIII. Es probable que su introducción se deba al arquitecto vasco Diego de Aguirre, activo en la capital desde 1665 hasta su muerte, acaecida en 1718. En 1675, Aguirre presentaba un proyecto de altar mayor en forma de baldaquino para la catedral. Aunque no se llegó a concretar, él mismo emplearía los mencionados soportes en obras posteriores. Los jesuitas acogieron rápidamente esta nueva modalidad, que se adecuaba al boato y a la riqueza del culto propugnados por esa orden. A falta de documentación, puede presumirse que los ocho retablos barrocos y dorados de la iglesia de San Pedro de Lima se relacionan con ese importante maestro.
Entre los continuadores más fecundos del estilo de Aguirre figura el ensamblador mestizo José de Castilla. No sabemos si fue discípulo directo de aquél, pero de hecho difundió sus maneras y fijó las peculiaridades del retablo barroco limeño. En 1708 Castilla y su taller contrataron el mobiliario litúrgico de la iglesia monacal de Jesús María, conjunto de altares churriguerescos y dorados que logró salvarse excepcionalmente de la reforma neoclásica, junto con la serie similar en el pueblo vecino de Magdalena, relacionada sin duda con la manera de Castilla.
La difusión de los retablos salomónicos hacia el interior no se haría esperar. En el Cusco, el gran ensamblador del período es el maestro Juan Esteban Álvarez, quien domina con su infatigable actividad la etapa comprendida entre 1685 y 1730. La escuela de Huamanga recibirá, a su vez, un gran impulso con el trabajo de José de Alvarado, quien se trasladó desde Lima en 1702 para levantar sendos retablos en las iglesias de Santa Teresa y la de la Compañía de Jesús. Otro foco importante estuvo en Arequipa, donde se halla documentado el maestro Bernardo de Cárdenas, autor del altar de San José, en el templo de Santa Teresa, fechado en 1732. Finalmente, cabría citar a Fernando Collado, artífice mulato que encabezó la escuela de retablos barrocos en Trujillo, cuya obra maestra es el altar mayor del monasterio del Carmen, concluido en 1759.
RENOVACIÓN DE LA IMAGINERÍA LIMEÑA
A mediados del siglo XVIII irrumpe en Lima la figura de Baltasar Gavilán, legendario imaginero mestizo, y con él se percibe un impulso renovador de tono realista en la escultura capitalina, un tanto agotada por la repetición rutinaria de fórmulas andaluzas. Esta tendencia verista alcanza su punto culminante en la figura procesional de La Muerte, representada como un arquero a punto de disparar su saeta.
Se atribuye al mismo artista la escultura ecuestre de Felipe V que coronaba el arco levantado sobre el puente del río Rímac, obra destruida durante el sismo de 1746. Este habría sido el primer monumento de su género en el continente americano. Realizada en madera policromada, la efigie real y su contexto arquitectónico se relacionaban con las estructuras efímeras que la ciudad seguía erigiendo en las grandes ocasiones festivas o luctuosas, con la participación de los mejores ensambladores y escultores del momento.
De hecho, esculturas como La Muerte arquera figuraban en los aparatosos túmulos funerarios dedicados a los principales dignatarios o a los miembros de la casa real española. Según la leyenda recogida por Ricardo Palma, el efectismo truculento de esta representación habría ocasionado el fallecimiento del propio artista al ver terminada su obra. Más allá de la
anécdota literaria, quizá cabría identificar a Gavilán con el escultor mestizo Baltasar Meléndez, autor documentado de la estatua orante del virrey arzobispo Diego Morcillo y Rubio de Auñón (1743), en su capilla funeraria de la catedral, al igual que de otra efigie similar del conde de Santa Ana de las Torres. Todas estas piezas evidencian el apogeo de la escultura funeraria en la capital durante esta etapa.
APERTURA HACIA EL ROCOCÓ
El terremoto de 1746 marca, en Lima, el ocaso del barroco salomónico. Durante las obras de reconstrucción se empezarían a evidenciar influencias no hispánicas, propiciadas por el nuevo clima cultural de las reformas borbónicas.
En la nueva iglesia del noviciado jesuita —hoy Panteón de los Próceres—, los retablos y el púlpito constituyen una curiosa interpretación de los modelos del barroco centroeuropeo. Pero lo más interesante del período está dado por la versión criolla de los motivos rocaille, en retablos donde los soportes en forma de cariátides desplazan a las columnas salomónicas y el dorado se sustituye por el color marfil o los jaspes a imitación del mármol. Representa esta tendencia el ensamblador mulato Atanasio Contreras del Cid, autor del retablo mayor de la iglesia de San Sebastián concluido en 1776.
Los retablos del templo de las Nazarenas, acabados en 1771 bajo patrocinio y supervisión del virrey Amat, constituyen la expresión más «internacional» y actualizada de su tiempo. En ellos hay una búsqueda de racionalidad arquitectónica que excluye prácticamente todo componente escultórico. Sus hornacinas lucen imágenes importadas, más acordes con la religiosidad intimista y sentimental practicada por los imagineros españoles a partir de los Salzillo. Este hecho anuncia el progresivo decaimiento de los talleres escultóricos limeños en la segunda mitad del siglo XVIII, y el consiguiente predominio de la imaginería religiosa procedente de Quito.
El clima cultural del Cusco contemporáneo no fue propicio para la difusión del gusto rococó, triunfante en Lima. Apenas podrían citarse como ecos de ese estilo el altar de San Isidro Labrador, en la Compañía —procedente de San Agustín— y el «transparente» de la catedral cusqueña, obra provista de movida ornamentación rocaille. Mayor éxito alcanzó el gusto por los retablos cubiertos de espejos, como el de la iglesia monacal de Santa Clara, ensamblado en 1776 recubriendo el altar salomónico anterior.
LA «REFORMA» NEOCLÁSICA
A falta de un movimiento académico local, correspondió al presbítero Matías Maestro imponer el neoclasicismo, un estilo opuesto en esencia a la tradición colonial que, por ello mismo, encontró escaso eco en el resto del país, salvo casos aislados como Arequipa. Formado en Cádiz y Vitoria, bajo la influencia de Olaguíbel, Maestro recibió las órdenes sacerdotales en Lima y encontró la protección del arzobispo González de la Reguera. Sus «reformas» en los templos capitalinos tuvieron un carácter iconoclasta, porque implicaban la destrucción de los grandes retablos anteriores para sustituirlos por variaciones de un mismo prototipo clásico.
De la intervención de Maestro en la catedral, a partir de 1799, queda el altar mayor, en forma de templete, y el púlpito, cuyo depurado academicismo sirvió de modelo para otros de Lima. En los años siguientes, Maestro levantó los retablos mayores de San Pedro, la Merced y San Francisco, que reiteran el esquema de solo un gran cuerpo sostenido por columnas corintias o compuestas, espacioso ático y decoración de medallones y guirnaldas. La severa corrección de los diseños de este reformador dejó una vasta estela entre los ensambladores locales como Jacinto Ortiz o Juan Mesía quienes se iniciaron, al parecer, bajo la dirección de Maestro. Sus obras acusan, en general, cierta frialdad imaginativa, agravada por la escasez de materiales disponibles durante esos años de crisis generalizada y guerras de independencia.
Es evidente que muchos de los retablos «renovados» mantuvieron sus imágenes antiguas, no sólo por la persistencia de las devociones sino porque la iconografía escultórica sagrada no había experimentado mayores variaciones. Así se advierte entre los imagineros contemporáneos de Maestro, quienes trabajaron ocasionalmente al servicio de sus proyectos decorativos. Figuras menores como Valeriano Portocarrero y José Voto representan, en efecto, la transición hacia un neoclasicismo periférico, que intentaba conciliar las tradiciones de la imaginería devota con una mayor pureza de líneas.
PERSISTENCIA DE LAS TRADICIONES REGIONALES ANDINAS
En la región andina se produjeron, contemporáneamente, fenómenos de afirmación regional. Es interesante el caso de Huamanga, ciudad a mitad de camino entre Cusco y la capital, que se había convertido en el centro de una producción de imágenes y relieves labrados que utilizaban como materia prima el blando alabastro local policromado. Las piezas salidas de los talleres huamanguinos se exportaban en grandes cantidades hacia todo el virreinato y llegaron a constituir una de las manifestaciones más características de la escultura colonial. Sus breves dimensiones y bajos precios las convirtieron en favoritas de las devociones domésticas, sea en la forma de representaciones de Cristo y la Virgen o en la multitud de figurillas que componían los nacimientos o belenes.
Posteriormente, la introducción de temas mitológicos, alegóricos o profanos reflejaron los nuevos gustos derivados de la Ilustración que hicieron de la piedra de las «huamangas» sustitutos baratos de la prestigiosa porcelana europea.
A su vez, los artífices cusqueños asentados en el barrio de San Blas seguirán buscando fórmulas cada vez más cercanas a la sensibilidad popular. Nada pudieron los gremios de «españoles» a través de sus reiterados esfuerzos para regular la práctica del oficio. Utilizando materiales baratos como pasta y tela encolada, los imagineros trabajan efigies patronales para el medio rural o piezas para nacimientos, incorporando personajes y costumbres locales. Hay también maestros «altareros», encargados de levantar retablos callejeros poblados de imágenes para el Corpus Christi. Estos maestros son los directos ascendientes de los imagineros populares contemporáneos, que todavía concurren cada fin de año a la feria navideña del Santurantikuy, en la Plaza Mayor del Cusco.
BIBLIOGRAFÍA
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Fuente: Escultura, retablos e imagineríaen el virreinato autor Luis Eduardo Wuffarden

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