29 octubre 2007

Mito y Epica Incaicos

La tradición, la arqueología y los primeros documentos escritos del siglo XVI, y el propio *testimonio etnográfico actual, revelan que el indio peruano, tanto de la costa como de la sierra, y, particularmente, el súbdito de los Incas, tuvo como característica esencial, un instinto tradicional, un sentimiento de adhesión a las formas adquiridas, un horror a la mutación y al cambio, un afán de perennidad y de perpetuación del pasado, que se manifiesta en todos sus actos y costumbres, y que encarna en instituciones y prácticas de carácter recordatorio, que reemplazan, muchas veces, en la función histórica, a los usos gráficos y fonéticos occidentales. Este sentimiento se demuestra particularmente en el culto de la pacarina o lugar de aparición –cerro, peña, lago o manantial– del que se supone ha surgido el antecesor familiar, o en el culto de los muertos o malquis, de la momia tratada como ser viviente y de la huaca o adoratorio familiar. Ningún pueblo como el incaico, salvo acaso los chinos, sintió más hondamente la seducción del pasado y el anhelo de retener el tiempo fugaz. Todos sus ritos y costumbres familiares y estatales, están llenos de este sentido recordatorio y propiciador del pasado. Cada Inca que muere en el Cuzco es embalsamado y conservado en su propio palacio, rodeado de todos los objetos que le pertenecieron, de sus armas y de su vajilla, servido en la muerte por sus mujeres e hijos, los que portan la momia a la gran plaza del Cuzco, en las grandes ceremonias, y conservan la tradición de sus hechos en recitados métricos que se trasmiten a sus descendientes. La panaca, o descendencia de un Inca, equivale a las instituciones nobiliarias europeas, encargadas de mantener la legitimidad de los títulos y la pureza de la sangre. Es una orden de Santiago, con padrones de nudos y el mismo horror a la bastardía o la extrañeza de sangre. El indio de las serranías, según los extirpadores de idolatrías, se resistía a abandonar los lugares abruptos en que vivía, porque ahí estaba su pacarina, y guardaba reverencialmente en su hogar las figurillas de piedra y de bronce que representaban a sus lares. En la costa, nos refiere el Padre las Casas, se realizaban los funerales de los jefes en las plazas públicas y los túmulos eran rodeados por coros de mujeres o endechaderas, que lloraban y cantaban relatando las hazañas y virtudes del muerto. En todos estos actos hay un instinto o apetencia de historia, que cristaliza también en el amor por los mitos, cuentos y leyendas, y más tarde en las formas oficiales de la historia que planifica el estado incaico.
El mito y el cuento popular anteceden, según los sociólogos, a la historia. El pueblo incaico fue especialmente propenso a contar fábulas y leyendas. Garcilaso recordaba que había oído, en su juventud, "fábulas breves y compendiosas", en las que los indios guardaban leyendas religiosas o hechos famosos de sus reyes y caudillos, las que encerraban generalmente una doctrina moral. El testimonio de Garcilaso y las leyendas recogidas por los cronistas post-toledanos y extirpadores de idolatrías confirman esta vocación narrativa. Los Incas amaron particularmente el arte de contar. Puede hallarse una confirmación del aserto de Garcilaso en el lenguaje incaico, en el que abundan las palabras expresivas de los diversos matices de la función de narrar. Así, revisando el ilustre Vocabulario de González Holguín, hallamos palabras especiales para significar el relato de un simple suceso, el relato de fábulas de pasatiempo (sauca hahua ricuycuna), contar fábulas o vejeces (hahua ricuni), contar cuentos de admiración fabulosos (hahuari cuy simi), referir un ejemplo temeroso (huc manchay runap cascanta hucca ripus caiqui), y por último, un vocablo para expresar el canto o relato de lo que ha pasado y contar ejemplos en alta voz a muchos (huccaripuni). Al contador de fábulas se le llamaba hahuaricuk.
Hay una edad mitopéyica o creadora de mitos en los pueblos, según Max Müller, que algunos identifican con la creación poética, que otros consideran como un período de temporal insania, y a la que otros otorgan valor histórico. Sin incurrir en las afirmaciones extremas del evemerismo, hay que reconocer el valor que los mitos tienen para reconstruir el espíritu de un pueblo primitivo. Aunque se haya dicho que los mitos son la expresión de un pasado que nunca tuvo presente o que son el resultado de confusiones del lenguaje, es fácil descubrir en ellos rastros de la psicología y de la historia del pueblo creador. Es cierto que el mito confunde, en una vaguedad e incoherencia de misterio, el pasado, el presente y el futuro, y que la acción de ellos transcurre principalmente en el tiempo mítico, que es tiempo eterno, mas la prueba de que contienen elementos reales y alusiones a hechos ciertos, está en que los relatos míticos coinciden con otras manifestaciones anímicas desaparecidas del mismo pueblo y son muchas veces confirmadas por la arqueología. En el mito es posible hallar, como lo sugiere Cassirer, un orden cronológico de las cosas y de los acontecimientos, para una cosmología y una genealogía de los dioses y de los hombres.
En la poesía mítica de los Incas se mezclan, sin duda, como en los demás pueblos, hechos reales e imaginarios, los que transcurren, por lo general, en el reino del azar y de lo maravilloso. Pero todos ofrecen indicios históricos, porque está presente en ellos el espíritu del pueblo creador. En casi todos los mitos incaicos, a pesar de algunos relatos terroríficos de destrucción y recreación de los hombres, cabe observar un ánimo menos patético y dramático que en las demás naciones indígenas de América, en las que, como observa Picón Salas, se concibe la vida como fatalidad y catástrofe. Predomina también en la mitología peruana un burlón y sonriente optimismo de la vida. El origen del mundo, la guerra entre los dioses Con y Pachacamac, la creación del hombre por Viracocha, que modeló en el Collao la figura de los trajes de los pobladores de cada una de las tribus primitivas, o la aparición de personajes legendarios que siguen el camino de las montañas al mar, como Naymlap, Quitumbe, Tonapa o Manco Cápac, tienen un fresco sentido de aventura juvenil. En la ingenua e infantil alegoría del alma primitiva, los cerros o los islotes marinos son dioses petrificados, o seres legendarios castigados por su soberbia o su pasión amorosa. El trueno es el golpe de un dios irritado sobre el cántaro de agua de una doncella astral que produce la lluvia; la Venus o chasca de enredada cabellera, es el paje favorito del Sol, que unas veces va delante y otras después de él; los eclipses son luchas de gigantes, leones y serpientes, y, otras veces, la unión carnal del Sol con la Luna, cuyos espasmos producen la oscuridad. La Vía Láctea es un río luminoso; las estrellas se imaginan como animales totémicos, o como granos de quinua o maíz, desparramados en los festines celestes, y los sacacas o cometas pasan deslumbrantes con sus alas de fuego, a refugiarse en las nieves más altas. La Luna o quilla suscita dulces y sonrientes consejas de celos y amor. Algunas veces es la esposa del Sol; otras, el Sol, envidioso de la blancura de su luz, le echa a la cara un puñado de ceniza que la embadurna para siempre, aunque también se asegura que las manchas lunares son la figura de un zorro enamorado de la Luna, que trepó hasta ella para raptarla y se quedó adherido al disco luminoso.
He aquí una cosmología sonriente. El propio drama universal del diluvio resulta amenguado por una sonrisa. El único hombre y la única mujer que se salvan de las aguas, sobreviven encima de la caja de un atambor. La serpiente que se arrastra ondulando por el suelo, se transforma inusitadamente en el zig-zag del relámpago. El zorro trepa a la Luna por dos sogas que le tienden desde arriba. Los hombres nacen de tres huevos de oro, de plata y de cobre, que dan lugar a los curacas, a las ñustas y a los indios comunes, y, en una cinematográfica visión del diluvio, los pastores refugiados en los cerros más altos, ven, con azorada alegría, que el cerro va creciendo cuando suben las aguas, y que baja cuando éstas descienden. Todas estas creaciones son la expresión de un alma joven, plena de gracia y de benévola alegría . El terror de los relatos primitivos ha desaparecido para dar paso a la fe en los destinos del hombre y de la raza.
En sus orígenes fue el pueblo incaico predominantemente agrícola y dedicado a la vida rural. En su apogeo, aunque no perdiera su sentimiento bucólico, se transformó en un pueblo belicoso y dominador, guiado por una casta aristocrática y por una moral guerrera. Las leyendas primitivas de los héroes civilizadores exaltarán por esto, principalmente, los triunfos del hombre sobre la tierra yerma y los milagros de la siembra y el cultivo. Viracocha es un dios benefactor y civilizador, que encarna la fecundidad de la vida y el triunfo sobre la naturaleza. La mujer que baja del cielo y se cobija en el árbol de coca, trae también un mensaje consolador, pues desde entonces las hojas del árbol dañino mitigan el hambre y hacen olvidar las penas. Pero los mitos más genuinos son los que exaltan la siembra, la semilla y las escenas del trabajo rural. Las parejas simbólicas de los cuatro hermanos Ayar que parten de la posada de la aurora o Pacaritampu, con sus alabardas resplandecientes y sus hondas que derriban cerros, van a buscar la tierra predestinada para implantar en ella el maíz y la papa, nutricios de la grandeza del imperio. Ellos simbolizan, según Valcárcel, el hallazgo de algunas especies alimenticias: Ayar Cachi, la sal; Ayar Uchu, el ají; Ayar Amca, el maíz tostado. Cuando el dios Viracocha envía a sus hijos Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar un imperio, la mágica barreta de oro que llevan se hunde en la tierra más fértil, para simbolizar el destino agrario de los Incas y el peor castigo que sobreviene, en las leyendas incaicas, a los que faltan las leyes divina y humana, es siempre el de verse convertidos en piedra, que es el símbolo mayor de la esterilidad.
El mito, la leyenda y el cuento fueron las formas populares y poéticas anunciadoras de la historia. Pero hubo otras formas oficiales del sentimiento histórico, dueñas de un carácter que podría decirse estatal u oficial. Estas formas fueron: el haylli o canto de la victoria y loa de la batalla, el cantar histórico recitado en alta voz en la plaza pública, durante las grandes solemnidades, y el purucalla, o representación mímica de los hechos de los Incas y de sus triunfos guerreros. A estas formas de tradición oral se sumaban los procedimientos mnemotécnicos, que eran ya un conato de escritura, y que fueron los quipus o cordones de nudos, las quilcas o quelcas, –que debió ser un sistema de pictografía–, los bastones o báculos rayados, y los tablones pintados y las telas de cumbe representando hechos históricos.
El haylli, como el pean griego, era un canto colectivo de alegría y de victoria, destinado a exaltar los sentimientos de la casta aristocrática y guerrera. Pero el haylli incaico no era sólo himno de triunfo bélico, sino, como expresión de un pueblo agrícola y militar, una canción gozosa que loaba las hazañas del trabajo y el término venturoso de las jornadas agrícolas. El haylli, dice una antigua gramática quechua, la de González Holguín, de 1608, es "un canto regocijado de guerra o chacras bien acabadas y vencidas".
Haychacta hayllini es "cantar la gloria de la victoria o de la chacra".
Hayllinccomichacracta es "acabar las chacras vencidas", y Hayllircco puni aucacta es "concluir la victoria o rematarla con canciones". Aucacta hayllik es el triunfador. Hayllini es celebrar el triunfo o victoria con cantos y bailes. Así, el pueblo incaico encerró en una sola palabra jubilar su doble índole guerrera y campesina.
El haylli era cantado cuando el ejército entraba victorioso al Cuzco, entre las aclamaciones de la multitud. Garcilaso, Sarmiento de Gamboa y Montesinos, han descrito la entrada de los Incas, vencedores de los Chancas, de los Andahuaylas o los Collas, llevando los despojos de los vencidos, convertidos en atambores, y seguidos de los indios orejones, con sus ornamentos de oro y de plumas, y de doncellas principales que entonaban el haylli, "canto de la victoria y sucesos de la batalla, ánimo y valor del rey vencedor". Estas canciones eran acompañadas de música, pero "no las tañían, dice Garcilaso, porque no eran cosas de damas"; y Santa Cruz Pachacutic hablaba de "un fuerte cantar con ocho tambores y caxas temerarias". Los cantares, unidos siempre a manifestaciones coreográficas, se repetían luego en las fiestas principales por conjuntos de hombres y mujeres asidos de las manos, según refiere Cieza, los que andaban a la redonda al son de un atambor, recontando en sus cantares y endechas las cosas pasadas, como los españoles en sus romances y villancicos, y siempre bebiendo hasta quedar muy embriagados. Era el taqui semejante al «areito» antillano o azteca, poseído de ardor báquico. El corifeo o taquicta huacaric decía la copla y la multitud respondía con el estribillo o retruécano estridente y jubiloso: ¡haravayo, haravayo; o yaha, ya ha, ya ha ha ha! En cada reinado, o a raíz de un nuevo triunfo incaico, se inventaban nuevos taquis y hayllis, con diversos vestidos, ceremonias e instrumentos, ya fuesen las succas, o cabezas de venado, o los caracoles de mar horadados, denominados hayllai quipac, o trompetas del triunfo, o atabales de oro engastados en pedrería. Según una tradición vernácula, los bardos que componían los hayllis o loas de la victoria eran de la tribu de los Collaguas.
La verdadera historia oficial era cultivada por los quipucamayocs, pertenecientes a la descendencia o panaca de cada uno de los Incas. Estos se hallaban obligados, desde la época de Pachacútec, a hacer cantares históricos relativos a las hazañas de cada Inca y estaban obligados todos los ayllus imperiales, desde el de Manco Cápac, a componer el cantar correspondiente al reinado del Inca fundador de la panaca. A la muerte de cada Inca se llamaba a los quipucamayocs y se investigaba si debía quedar fama de aquél por haber vencido en alguna batalla, por su valentía o buen gobierno y sólo se permitía hacer cantares sobre los reyes que no hubieran perdido alguna provincia de las que recibieran de su padre, que no hubiesen usado de bajezas ni poquedades, y "si entre los reyes alguno salía remisio, cobarde, amigo de holgar o dado a vicios, sin acrecentar el señorío de su imperio, mandaba que destos oviese poca memoria o casi ninguna" (Cieza).
Después de que tres o cuatro ancianos juzgasen el derecho a la fama póstuma del Inca, el cantar era compuesto por "los retóricos abundantes de palabras que supieran contar los hechos en buen orden". Esta historia oficial y dirigida, erudita en cierto modo, que encarnaba las ideas morales y políticas de la casta dirigente, tenía un alto sentido moralizador: excluía de la recordación histórica a los malos gobernantes y a los que vulneraban las leyes o el honor. De ahí que la historia incaica ofrezca únicamente las biografías de doce o catorce Incas impecables, y que no haya uniformidad sobre el número de éstos, a los que algunos cronistas, como Montesinos hacen llegar a más de noventa. La historia pierde en fidelidad, pero gana en moralidad. El quipucamayoc o historiador tenía una grave responsabilidad, que afectaba a la colectividad y al espíritu nacional. Debía conservar intacta la memoria de los grandes reyes por el recitado métrico del cantar, ayudado por el instrumento mnemotécnico de los quipus; en caso de olvidarse como los alcohuas de México, sufría pena de muerte. Eran ellos como un colegio de historiadores, cuya disciplina, al igual que la de otros organismos del estado Inca, era inflexible.
Esta historia épica, que sólo se ocupaba de los héroes, era "cantada a voces grandes" en el Aucaypata, delante del Inca y de la multitud. En los grandes días de fiesta, en el del Inti Raymi, en los días de nacimiento, de bodas o de casamientos, y, particularmente, en las exequias de los Incas, se sacaba a todas las momias imperiales conservadas en sus palacios, y los mayordomos y mamaconas de cada uno de ellos, cantaban delante del Inca reinante, el relato histórico correspondiente a su monarca "por su orden y concierto", dice Betanzos, "comenzando primero el tal cantar e historia o loa los de Manco Cápac y siguiéndoles los servidores de los otros reyes que le habían sucedido".
Al aparecer en la plaza los quipucamayocs, con su aire grave y hierático, la multitud se aprestaba a escuchar los hechos históricos de los Incas y adoptaba una actitud religiosa, cuando el juglar incaico empezaba su relato con la frase sacramental ñaupa pacha, que quiere decir, según González Holguín, "antiguamente o en tiempos pasados". La multitud reconocía inmediatamente la esencia histórica del relato, por cierto "tonillo y ponderación" que daba el recitante al pronunciar las palabras "ñaupa pacha", semejante a la entonación que los narradores de cuentos infantiles dan a la frase castellana: "En aquellos tiempos...". Y el pueblo escuchaba, entonces prosternado y extático, la leyenda de los hermanos Ayar venidos desde la posada de Pacaritampu, la aparición de Manco Cápac, las hazañas de Viracocha contra los Chancas, la huida del Inca viejo y de su hijo Urco, el cantar de Uscovilca y la misteriosa ayuda de los Pururaucas, que enardecían la fe en la invicta fortuna del imperio. En medio del estruendo de los huáncares y el agudo silbar de los pututos, de la alharaca guerrera que hacía caer a las aves aturdidas, el Villac Umu, y su teoría de sacerdotes alzaban las manos al cielo e imploraban: "Oh dios Viracocha, Supremo Hacedor de la tierra, haz que los Incas sean siempre jóvenes y triunfadores y que nadie detenga el paso de los despojadores de toda la tierra".
Hay huella, también, en el lenguaje y en los cronistas, de la existencia de cantos épicos mimados, en que se representaban los hechos de los Incas y las batallas ganadas por éstos. Sarmiento de Gamboa refiere que Pachacútec, al triunfar sobre los Chancas, mandó hacer grandes fiestas y representaciones de la vida de cada Inca, y que a estas fiestas se les llamó purucalla. Tales representaciones hacíanse por las calles del pueblo, en el desfile guerrero hacia el templo del Sol, y también se representaban antes de las batallas para animar a los combatientes. Es posible que este rito coreográfico adquiriese más tarde un sentido fúnebre y elegíaco, principalmente en las exequias de los Incas, donde tendrían el carácter de una melopeya. Sarmiento de Gamboa cuenta que, al morir Pachacútec, este dijo a Túpac Inca Yupanqui: "Cuando yo sea muerto, curarás de mi cuerpo y ponerlo has en mis casas de Patallacta. Harás mi bulto de oro en la casa del Sol y en todas las provincias a mi subjetas haras los sacrificios solemnes y al fin la fiesta de purucalla para que vaya a descansar". Esta alusión es confirmada por el Vocabulario de González Holguín, donde se dice que la palabra purucayan significa "un llanto común por la muerte del Inca, lllevando su vestido y su estandarte real, mostrándolo para mover a llanto, caymi saminchic caymi marcanchic ñispa".
Todavía años después de la conquista, un cronista cuzqueño vio desenvolverse en Vilcabamba, a la muerte de Titu Cusi, la ceremonia que los Incas usaban en sus entierros y cabos de año, "que ellos llaman en su lengua purucalla que quiere decir honras". Era aquél un paseo de las insignias reales: el tumi, el chuqui, la chipana, el llauto, la jacolla, el uncuy, la huallcanca, las ojotas, el duho, la mascapaicha, el huantuy, el achigua, los que eran llevados por señores cubiertos de luto, con atambores roncos y grandes gemidos y sollozos. La ceremonia del purucalla era imitada, en tono menor, por las "endechaderas" de que hablan Garcilaso, Cobo y el Padre las Casas, en las exequias de los curacas y de los grandes señores.
La ausencia de una escritura fonética fue reemplazada entre los Incas por dos imperfectos sistemas mnemotécnicos, que he estudiado detenidamente en mi ensayo Quipu y Quilca. Quilca, según los primeros vocabularios, quiere decir pintura, y quilcacamayoc, pintor. Mas tarde, por el proceso ineludible de la transculturación, se tradujo quilca por escritura. Quilca era el nombre de las pictografías simbólicas usadas por los Incas y acaso de las propias pinturas históricas de los hechos de los monarcas. Los indios, por analogía, aplicaron dicho nombre después de la conquista, a los papeles, cartas y libros de los españoles. Los cronistas indios hablan de que los españoles leían en "quilcas"; de ahí se ha derivado la discusión sobre la existencia de una escritura pre incaica, la que cuenta con el apoyo del fantaseador clérigo Montesinos, quien propugnó la versión de que la escritura fue conocida por los antecesores de los Incas, hasta que llegaron gentes ferocísimas desde los Andes y desde el Brasil, "y con ellas se perdieron las letras". Antes de esta catástrofe, había una universidad en el Cuzco, donde se enseñaba la cultura en pergaminos y hojas de árboles. En la época de Túpac Cauri Pachacuti, imaginario Inca de la dinastía montesiniana, intentóse restablecer la escritura, pero el dios Viracocha reveló que las letras habían sido la causa de una desoladora peste, por lo que se dictó una ley prohibiendo que ninguno usase de quilcas o letras.
Cabe identificar las quilcas con las pictografías o petroglifos o inscripciones jeroglíficas lapidarias que aparecen en diversas regiones del Perú. Es significativo, por lo menos, que el lugar donde se hallan los importantes petroglifos de la Caldera, cerca de Arequipa, llevase antiguamente el nombre revelador de Quilcasca.
El más importante sistema recordativo de los Incas fue el de los quipus o cordones con nudos, que tuvieron, inicialmente, una función de contabilidad y estadística, pero que fueron adaptados posteriormente a la rememoración histórica. Garcilaso dice, con razón, que "el quipu o el ñudo dice el número más no la palabra". Pero un sistema ingenioso de colores y de pequeños objetos –piedre-cillas, carbones o pedazos de madera, atados a los cordones–, contribuía a despertar los recuerdos del quipucamayoc. Hubo quipus destinados a guardar el recuerdo de los reinados de los Incas, otros destinados a las batallas, a las leyes, al calendario, a los cambios de población y a otros hechos. Los colores designaban, según Calancha, la época histórica a que pertenecía el quipu. Los hilos de lana color pajizo, correspondían a la época de behetría, anterior a los Incas; el color morado denunciaba la época de los caciques, y el carmesí era señal de la incaica.
En los quipus de batallas, los quipus verdes denotaban a los vencidos y el hilo del color de los auquénidos a los vencedores. El blanco era indicador de plata; el amarillo, de oro; el rojo, de guerra; y el negro, de tiempo.
Las cifras numéricas del quipu no podían trasmitir más que las proporciones o la época del hecho, pero no el relato de las circunstancias ni la transmisión de las palabras, ni los razonamientos. Esto se remediaba por las pequeñas señales adheridas a los quipus, y sobre todo, por versos breves y compendiosos, aprendidos por el quipucamayoc, y que advenían a su memoria por el llamado mnemotécnico de aquéllos. El quipucamayoc cogía el quipu y, teniéndolo en la mano, recitaba los trozos métricos breves, como fábula "con el favor de los cuentos y la poesía". Es la asociación quipu-cantar, en la que el principal ingrediente es la memoria del recitador. Por esto, los quipucamayocs de una escuela no podían leer ni entender las señales, puramente mnemotécnicas de las otras, y si el historiador se olvidaba del cantar perdíase la historia, por lo que se le aplicaba la pena de muerte.
Las crónicas de Cristóbal de Molina y de Sarmiento de Gamboa, revelan que en la época de Pachacútec se inició un nuevo sistema de perpetuación de los recuerdos históricos. El Inca mandó averiguar las antigüedades y cosas notables del pasado, tanto del Cuzco como de las provincias, y ordenó pintarlas por su orden en "tablones" grandes, en las casas del Sol, donde se colocaron éstos guarnecidos de oro y se nombró doctores que supiesen entenderlos y declararlos. "Y no podían entrar en donde estas tablas estaban sino el inga y los historiadores sin expresa licencia del inga". Molina habla de que estos tablones pintados sobre la vida de cada uno de los ingas, sobre las tierras que conquistó y sobre su origen, se hallaban en una casa del Sol llamada Puquincancha, junto al Cuzco, y que era lugar de adoración para los Incas. De estos tablones se sacó una historia dibujada en tapicería de cumbe que fue enviada al Rey de España por el Virrey Toledo.
Los cronistas hablan, aún, de bastones y "palos pintados" en los que se inscribirían disposiciones testamentarias, cortas instrucciones a los visitadores o noticias llevadas por los chasquis. Cabello de Balboa refiere que Huayna Cápac señaló en un bastón, con dibujos y rayas de diversos colores, su última voluntad. En los símbolos y estilizaciones geométricas, usadas en los vasos y esculturas indígenas, y en las escenas guerreras que reproducen los huacos de la región del Chimú, acaso haya un reflejo de aquellas pinturas históricas o signos convencionales anunciadores de la escritura.
La historia cultivada por los Incas no es la simple tradición oral de los pueblos primitivos, sujeta a continuas variaciones y al desgaste de la memoria. La tradición oral estaba en el pueblo incaico resguardada, en primer término, por su propia forma métrica que balanceaba la memoria, y por la vigilancia de escuelas rígidamente conservadoras. Los quipus y las pinturas aumentaban la proporción de fidelidad de los relatos y la memoria popular era el fiscal constante de su exactitud.
La historia incaica es, sin embargo de su difusión y aprendizaje por el pueblo, una disciplina aristocrática. Ensalza únicamente a los Incas y está destinada a mantener la moral y la fama de la casta guerrera. Es una historia de clan o de ayllus familiares, que sirve los intereses de la dinastía reinante de los Yupanquis, así como la historia romana fue patrimonio de las familias patricias, de los Fabios y de las Escipiones. Esto recorta naturalmente el horizonte humano de aquella visión histórica. No es la historia del pueblo incaico, sino las biografías de doce o catorce Incas supérstites de la calificación póstuma. Los relatos están hechos también con un sentido laudatorio y cortesano. Es una historia áulica que sólo consigna hazañas y hechos beneméritos. En contraposición con la historia occidental, afecta más bien a recoger las huellas de dolor y de infortunio, la historia incaica sigue una trayectoria de optimismo y de triunfo. Los Incas, como los romanos con los pueblos bárbaros, no guardaron memoria del pasado de las tribus conquistadas. Se apoderaron de sus hallazgos culturales y velaron con una niebla de incomprensión y de olvido todo el acaecer de los pueblos preincaicos.
Garcilaso recogió esta versión imperial, afirmando que los pueblos anteriores a los Incas eran behetrías, sin orden ni ley, y sus aglomeraciones humanas "como recogedero de bestias". En el lenguaje incaico se llamó a esa época lejana e imprecisa, con el nombre de purunpacha, que significa tiempo de las poblaciones desiertas o bárbaras. Purun pacha equivale, en la terminología incaica, al concepto vago y penumbroso que damos en la época moderna a los tiempos prehistóricos. La historia de los Incas, a pesar de su carácter aristocrático, de sus restricciones informativas, de la parcialidad y contradicción irresoluble entre las versiones de los diferentes ayllus, de su tendencia épica y panegirista, de su asociación todavía rudimentaria al baile y a la música, tiene, sin embargo, mayores características de autenticidad que la tradición oral de otros pueblos primitivos. La historia fue un sacerdocio investido de una alta autoridad moral, que utilizó todos los recursos a su alcance para resguardar la verdad del pasado y que estuvo animada de un espíritu de justicia y de sanción moral para la obra de los gobernantes, que puede servir de norma para una historia más austera y estimulante, que no sea simple acopio memorístico de hechos y de nombres. Su eficacia está demostrada en que, mientras en otros pueblos la tradición oral sólo alcanzó a recordar hechos de 150 años atrás, la historia incaica pudo guardar noticia relativamente cierta de los nombres y los hechos de dos dinastías, en un espacio seguramente mayor de cuatrocientos años.
Fuente: Mito, tradición e historia del Perú. Lima, Imp. Santa María, 1951; 2da. ed., Instituto Raúl Porras Barrenechea, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1969; 3ra. ed. Retablo de Papel Ediciones [Talleres Gráficos del INIDE], 1973.

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