Encuentros a deshoras - cuento de Jorge Rivera Rojas
Los años no pasan para los fantasmas. Su vida o lo que sea está detenida en un presente sin alteraciones y ella no puede ser un fantasma, no ahora que debe andar por los treinta o los treinta y cinco. Los muertos no envejecen y ya no sé qué pensar. La he visto, he sentido su respiración, sus manos casi tocándome, casi diciéndome: aquí estoy y ¿cómo te ha ido?, comentarios comunes de gente que se ve luego de tiempo, pero si ella es un fantasma, a nuestro encuentro le falta lo lúgubre, lo oscuro, el escenario típico y el miedo apropiado, porque miedo si hay, pero es otro, es el miedo de lo ilógico, de lo inconsecuente, porque ella toma esto del modo más natural, cosa que yo no puedo hacer.
No quiero volver a verla porque me altera los días. Ella quizá ya ha ordenado su vida, donde es posible que no quede lugar para estos sobresaltos, pero ahora que a los dos se nos fue de bruces la seguridad, ahora que las dudas van a ser pequeños actos: mirar de reojo, buscarnos mutuamente las voces en conversaciones ajenas; que también se volverán costumbres y que tal vez no la dejen dormir porque la confianza en las rutinas cotidianas se ha desvanecido; los encuentros pueden volver a repetirse aunque mudemos de itinerarios. Ya nos reconocimos y nada va a evitar este desamparo. Y se ha de estar preguntando por qué la rehuyo. Lo peor de todo es que no sabrá que no la culpo a ella sino a mí, y que ahora no voy a soportar tener que convivir con eso que otros llamarían con gusto "extraño", "misterioso" o más sensatamente "imposible".
No creo en lo sobrenatural, aunque me encantaría, porque así este nudo en la garganta, este absurdo que transgrede mi sana lógica no existiría. No habría espacio para esta incertidumbre que se esconde tras los espejos, las manos extendidas y las cinco de la tarde. No volvería a andar buscándola, temeroso de encontrarla en cualquier multitud. Imposible ocultar mi cautela en avenidas y microbuses hasta que todos terminan por darse cuenta y yo sin saber cómo explicar esta insensatez así como tampoco puedo explicar ahora esa lápida donde se lee su nombre.
Ella es una amiga que murió joven, con todo lo doloroso que eso puede ser: un estupor, un temblor en la mirada y el fastidio de repetir frases insípidas a la familia pero que son lo único que llena ese abrazo húmedo y cortés. No quiero parecer cínico, pero su muerte no fue para mí sino una ceremonia, un féretro blanco al que ni siquiera me acerqué y algunas gentes que lloraban. Me dolió, porque lo brutal de su muerte significaba quitarle la poca base que tenían algunas de mis fantasías, donde el futuro nos descubriría juntos. Asumir la idea de que ella no es más alguien a quien poder cogerle la mano me ha resultado difícil. Pero el filtro del tiempo con su esmero constante sólo ha dejado de ella un sutil recuerdo, algunos silencios entre amigos, sobre todo cuando su breve sombra nos moja los labios y algunas flores en ocasiones especiales. Aun así he seguido pensando en ella, la he dejado atravesar mis ilusiones y habitar mis anhelos con su inasible amabilidad. Todo esto no pasaría de ser una visita a la imaginación si es que hace unas semanas no la hubiera vuelto a ver. ¡Era ella! Sólo que con diez o quince años más, pero todavía conservaba su misma cara de conejito, sus gloriosas piernas aunque sin minifalda y llevaba un peinado discreto. Me quedé observándola del modo como se mira a alguien sin estar seguro de reconocerlo hasta que un remoto chispazo, un vacío dulce me indicó que era ella, tal como la había imaginado, salida de un futuro que su muerte nos escamoteó.
El primer argumento, el más tranquilizador, es el del parecido. Pero ésta no es una historia de rasgos semejantes, eso sería muy sencillo y no fue así, porque la volví a encontrar en otras oportunidades y el extrañamiento fue aumentando, ya que con el tiempo uno va reconociendo gestos, actitudes y otros pequeños detalles que son parte de una persona y que no pueden ser simplemente coincidencias.
Mis sensatas costumbres me impedían aventurar una pregunta. ¡Cómo se aborda a una desconocida con un pretexto tan insólito sin parecer ridículo! El sólo verla me inquietaba. Ya para entonces se parecía demasiado. Era ella, aunque más madura, más serena, exactamente la imagen que me hubiera acostumbrado a amar con los años que todavía están por venir. Al principio era yo únicamente. Pero luego ella pareció percatarse de que la observaba, y un temblor imperceptible en su mejilla, un ligero nerviosismo que de algún modo significó un triunfo para mí, me hizo darme cuenta que también ella me había reconocido. No me atreví a acercarme y la dejé desaparecer apurada pero siempre hermosa. Volví a cruzarme con ella alguna otra vez, pero entonces eso se convirtió en el juego del gato y el ratón, yo cada vez más turbado y ella como buscándome, aunque sin esforzarse mucho, dejando tal vez que sea mi timidez, mi incredulidad la que diera el primer paso.
Pero ahora siento que el tiempo se acaba. Ha empezado a presionarme, con casualidades primero: la cola del cine, la mesa de al lado en un restaurante o simplemente ahí, en cualquier lugar y a cualquier hora. Me busca, deja recados en el edificio donde vivo, que el portero transmite con una sonrisa velada y conjeturas inútiles. Lo peor de todo es cuando me llama a la oficina, todos dicen que qué bonita voz, pero cuando yo cojo el auricular no escucho nada más que un silencio intenso y angustiante. Sé que ella está al otro lado de la línea, pero no dice nada, es como si esperara que fueran mis palabras las que quebraran este desencuentro, las que le dieran cuerda a un reloj que se detuvo porque soñar a veces cuesta y la realidad es la que siempre gana.
Hace un par de noches mientras caminaba, la angustia me llegó como un mordisco con la seguridad absoluta de haber oído su voz nombrándome y entonces la reacción mecánica de volverse para ver y encontrar su rostro, sus ojos con la misma inquietud, porque no hubo necesidad de palabras para saber que sí, que era cierto, y que si tal vez ella había logrado conjurar lo que le ocurrió, a mí no me pasó lo mismo y ya no sé si ella ha vivido dos veces simultáneamente o si yo la he vuelto a la vida con mis sueños, en cuyo caso ya perdí el tren por completo pues ahora nos separan los años que no compartimos y que no hay forma de recuperar. Sólo recuerdo que huí sin enfrentarla. Por eso me niego a salir. He abandonado obligaciones, recreos y sonrisas a riesgo de disgustar a amigos y superiores porque temo el momento en que las preguntas sean inevitables y entonces lo terrible, lo absurdo de esta situación, me gane la batalla porque ya no puedo hacerla desaparecer ni tampoco regresar a unos años que todavía no llegan y, menos aún, reprocharme lo ya soñado porque, si no, sería despojarme de todo lo feliz que tiene este silencio que me rodea.
No quiero volver a verla porque me altera los días. Ella quizá ya ha ordenado su vida, donde es posible que no quede lugar para estos sobresaltos, pero ahora que a los dos se nos fue de bruces la seguridad, ahora que las dudas van a ser pequeños actos: mirar de reojo, buscarnos mutuamente las voces en conversaciones ajenas; que también se volverán costumbres y que tal vez no la dejen dormir porque la confianza en las rutinas cotidianas se ha desvanecido; los encuentros pueden volver a repetirse aunque mudemos de itinerarios. Ya nos reconocimos y nada va a evitar este desamparo. Y se ha de estar preguntando por qué la rehuyo. Lo peor de todo es que no sabrá que no la culpo a ella sino a mí, y que ahora no voy a soportar tener que convivir con eso que otros llamarían con gusto "extraño", "misterioso" o más sensatamente "imposible".
No creo en lo sobrenatural, aunque me encantaría, porque así este nudo en la garganta, este absurdo que transgrede mi sana lógica no existiría. No habría espacio para esta incertidumbre que se esconde tras los espejos, las manos extendidas y las cinco de la tarde. No volvería a andar buscándola, temeroso de encontrarla en cualquier multitud. Imposible ocultar mi cautela en avenidas y microbuses hasta que todos terminan por darse cuenta y yo sin saber cómo explicar esta insensatez así como tampoco puedo explicar ahora esa lápida donde se lee su nombre.
Ella es una amiga que murió joven, con todo lo doloroso que eso puede ser: un estupor, un temblor en la mirada y el fastidio de repetir frases insípidas a la familia pero que son lo único que llena ese abrazo húmedo y cortés. No quiero parecer cínico, pero su muerte no fue para mí sino una ceremonia, un féretro blanco al que ni siquiera me acerqué y algunas gentes que lloraban. Me dolió, porque lo brutal de su muerte significaba quitarle la poca base que tenían algunas de mis fantasías, donde el futuro nos descubriría juntos. Asumir la idea de que ella no es más alguien a quien poder cogerle la mano me ha resultado difícil. Pero el filtro del tiempo con su esmero constante sólo ha dejado de ella un sutil recuerdo, algunos silencios entre amigos, sobre todo cuando su breve sombra nos moja los labios y algunas flores en ocasiones especiales. Aun así he seguido pensando en ella, la he dejado atravesar mis ilusiones y habitar mis anhelos con su inasible amabilidad. Todo esto no pasaría de ser una visita a la imaginación si es que hace unas semanas no la hubiera vuelto a ver. ¡Era ella! Sólo que con diez o quince años más, pero todavía conservaba su misma cara de conejito, sus gloriosas piernas aunque sin minifalda y llevaba un peinado discreto. Me quedé observándola del modo como se mira a alguien sin estar seguro de reconocerlo hasta que un remoto chispazo, un vacío dulce me indicó que era ella, tal como la había imaginado, salida de un futuro que su muerte nos escamoteó.
El primer argumento, el más tranquilizador, es el del parecido. Pero ésta no es una historia de rasgos semejantes, eso sería muy sencillo y no fue así, porque la volví a encontrar en otras oportunidades y el extrañamiento fue aumentando, ya que con el tiempo uno va reconociendo gestos, actitudes y otros pequeños detalles que son parte de una persona y que no pueden ser simplemente coincidencias.
Mis sensatas costumbres me impedían aventurar una pregunta. ¡Cómo se aborda a una desconocida con un pretexto tan insólito sin parecer ridículo! El sólo verla me inquietaba. Ya para entonces se parecía demasiado. Era ella, aunque más madura, más serena, exactamente la imagen que me hubiera acostumbrado a amar con los años que todavía están por venir. Al principio era yo únicamente. Pero luego ella pareció percatarse de que la observaba, y un temblor imperceptible en su mejilla, un ligero nerviosismo que de algún modo significó un triunfo para mí, me hizo darme cuenta que también ella me había reconocido. No me atreví a acercarme y la dejé desaparecer apurada pero siempre hermosa. Volví a cruzarme con ella alguna otra vez, pero entonces eso se convirtió en el juego del gato y el ratón, yo cada vez más turbado y ella como buscándome, aunque sin esforzarse mucho, dejando tal vez que sea mi timidez, mi incredulidad la que diera el primer paso.
Pero ahora siento que el tiempo se acaba. Ha empezado a presionarme, con casualidades primero: la cola del cine, la mesa de al lado en un restaurante o simplemente ahí, en cualquier lugar y a cualquier hora. Me busca, deja recados en el edificio donde vivo, que el portero transmite con una sonrisa velada y conjeturas inútiles. Lo peor de todo es cuando me llama a la oficina, todos dicen que qué bonita voz, pero cuando yo cojo el auricular no escucho nada más que un silencio intenso y angustiante. Sé que ella está al otro lado de la línea, pero no dice nada, es como si esperara que fueran mis palabras las que quebraran este desencuentro, las que le dieran cuerda a un reloj que se detuvo porque soñar a veces cuesta y la realidad es la que siempre gana.
Hace un par de noches mientras caminaba, la angustia me llegó como un mordisco con la seguridad absoluta de haber oído su voz nombrándome y entonces la reacción mecánica de volverse para ver y encontrar su rostro, sus ojos con la misma inquietud, porque no hubo necesidad de palabras para saber que sí, que era cierto, y que si tal vez ella había logrado conjurar lo que le ocurrió, a mí no me pasó lo mismo y ya no sé si ella ha vivido dos veces simultáneamente o si yo la he vuelto a la vida con mis sueños, en cuyo caso ya perdí el tren por completo pues ahora nos separan los años que no compartimos y que no hay forma de recuperar. Sólo recuerdo que huí sin enfrentarla. Por eso me niego a salir. He abandonado obligaciones, recreos y sonrisas a riesgo de disgustar a amigos y superiores porque temo el momento en que las preguntas sean inevitables y entonces lo terrible, lo absurdo de esta situación, me gane la batalla porque ya no puedo hacerla desaparecer ni tampoco regresar a unos años que todavía no llegan y, menos aún, reprocharme lo ya soñado porque, si no, sería despojarme de todo lo feliz que tiene este silencio que me rodea.
Fuente: Encuentros a deshoras autor Jorge Rivera Rojas, Perú , publicado en Cuentos de los muertos - Antología de Cuentos de Proyecto Sherezade.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario