El Niño Jesús Inca
El «Niño Jesús Inca» y los jesuitas en el cusco virreinal autor Ramón Mujica Pinilla
El hallazgo reciente de un lienzo virreinal representando a un «Niño Jesús Inca» plantea nuevas interrogantes sobre los métodos sincréticos de aculturación y evangelización utilizados por la Compañía de Jesús en el Cusco a inicios del siglo XVII (Mujica, 2003, p. 292). Se le muestra sobre una peana entre jarrones de cristal con adornos florales. Los cortinajes alzados revelan la sacralidad de la efigie que en la pintura resplandece con luz sobrenatural y alude a la teología contrarreformista del icono como apoyo mediador entre el mundo visible y el invisible. Este ejemplar es complementario a otra pintura cusqueña (hoy perdida y vista por última vez en Argentina) con el Niño Jesús de pie y bendiciente, luciendo un unku blanco de encajes, con collar de plumas multicolores, vincha de perlas con la borla imperial y una capa roja sobre los hombros, fijada por dos cabezas de pumas que también ornamentan sus muslos y empeines (Schenone, 1998, pp. 118-119). Ambas pinturas son rarísimos «retratos» realistas de «esculturas de vestir» o imágenes de altar talladas en madera policromada, pues figuran sobre la mesa de los retablos surandinos.
Por sus características iconográficas se trata del Niño Jesús en su advocación de Salvador del Mundo. Se le representa con la mano derecha en posición de bendecir al orbe que sostiene con la izquierda. Se combinan aquí dos tópicos del antiguo arte imperial romano adaptados al cristianismo y que sobrevivieron a la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco. Para significar la omnipotencia universal de Cristo rey como monarca universal y Sol Invictus o Sol invencible —el lema victorioso militar del primer emperador cristiano, Constantino el Grande—, se le representó sosteniendo el orbe del mundo con una mano. Asimismo, bajo el influjo de la tradición platónica, también se hizo frecuente representar a Cristo en su función de Logos cosmocrator o de Verbo creador mostrando con los dedos de la mano derecha el signo del orador (gestus oratorius) —empleado después para la benedicti latina del ritual católico y para la predicación— pues con ella exaltaba hieráticamente el poder salvífico de la palabra y la sabiduría de Dios (L’Orange, 1982, pp. 139-197).
La carga político-religiosa de esta iconografía adquiere nuevos sentidos locales y potencialmente transgresores cuando al Niño Dios —rex et sacerdos— se le representa en los Andes con el atuendo híbrido y transcultural de un inca posconquista. En la pintura luce capa y túnica dorada con cuello postizo o valona. Bajo ésta sobresalen los delicados encajes que ribetean los bordes bajos y las amplias mangas sueltas de una suerte de alba o túnica interior de lino blanco que casi le llega a la media pierna y es propia del ajuar eclesiástico. Asimismo, el Niño Dios calza sandalias con cabeza de puma y lleva un prominente tocado imperial neoinca que combina divisas heráldicas de origen prehispánico y europeo. Pueden identificarse las diminutas kantutas o flores incaicas, la pluma central blanquinegra del coriquenque (halcón real de los incas) y la borla escarlata que pende sobre su frente. Éstas se yuxtaponen al torreón o castillo circular con estandartes, cetros y un diminuto arco iris que remata su ápice. Se trataría de una referencia directa al «castillo de oro» o fortaleza inca de Sacsayhuaman —un hito militar clave para la rendición del Cusco capturado por los españoles en 1536— y que aparece como divisa central en el escudo de armas concedido a dicha ciudad por el emperador Carlos V el 19 de julio de 1540 (P.T.L, 1921, pp. 63-66).
A finales del siglo XVII, durante las fiestas y desfiles del Corpus Christi en el Cusco se hizo frecuente que el alférez real de los incas y los caciques principales de sus ocho parroquias —quienes para sus respectivas cofradías religiosas solían actuar de portaestandartes— lucieran atuendos ceremoniales de «inca rey». En muchos de sus altos tocados de plumas con divisas heráldicas aparecía el torreón emblemático cusqueño, tal como se aprecia en el retrato del cacique de la parroquia de Santiago. Pero ya para esas fechas la borla real inca estaba culturalmente redefinida y de ser un distintivo imperial exclusivo del Inca prehispánico se había convertido en un indicador nobiliario étnico y social —con privilegios tributarios— que le permitía a la aristocracia indígena firmar su «otredad» cultural e idiosincrasia reconociendo al mismo tiempo su sumisión total a la Iglesia y a la Corona española (Dean, 2002, p. 57). Gracias a su glorioso pasado imperial prehispánico, durante el virreinato, Cusco fue reconocido por España como la «cabeza» de los reinos y provincias del Perú y por ello tenía el primer voto ante el Consejo de Indias cuando los procuradores de las ciudades de «Nueva Castilla» decidían sus destinos.
No cabe duda que fueron los jesuitas —llegados al Perú en 1568— quienes impulsaron en Cusco el culto al Niño Jesús Inca. En la crónica anónima de 1600 titulada Historia General de la Compañía de Jesús en la Provincia del Perú, se menciona que en la capilla adjunta a su iglesia, construida sobre el antiguo palacio del inca Huayna Cápac —el Amarucancha o Casa de las sierpes—, funcionaba una cofradía de indios dedicada al Nombre de Jesús. Ésta había sido fundada por Jerónimo Ruiz de Portillo († 1592), el primer provincial jesuita del Perú, quien, hacia 1571, fundó la iglesia de la Compañía en el Cusco. El padre Gregorio de Cisneros S. J. difundió la cofradía por más de cien pueblos indígenas aledaños al Cusco; Cristóbal Ortiz —un conocido extirpador de idolatrías indígenas— la llevó a cincuenta aldeas, mientras otros misioneros jesuitas incentivaron su culto en Quito, Arequipa y Potosí. La capilla jesuita donde operaba la cofradía en Cusco estaba íntegramente pintada con representaciones de los castigos del Infierno y escenas del Juicio Final y de la Gloria y era utilizada para la catequesis, los ejercicios espirituales, la confesión y la santa comunión de los naturales; tema polémico este último si se toman en serio las denuncias contra los jesuitas realizadas por el obispo de Charcas, Bartolomé Álvarez, en su Memorial a Felipe II (1588). Supuestamente, la Compañía de Jesús era la única orden religiosa, por aquel entonces, que permitía que los indios recién convertidos al cristianismo recibiesen el sacramento de la Eucaristía (Álvarez, 1998, pp. 213 y 225). Fuese esto cierto o no, la capilla de la cofradía del Nombre de Jesús estaba financiada por donantes indígenas, como Diego Cucho, y tenía más de quinientos cofrades indígenas, contando a las mujeres y a los ciento cincuenta indios nobles pertenecientes al grupo de los así llamados «veinticuatro », los descendientes directos de los doce ayllus o panacas reales de los incas elegidos anualmente de las dos parcialidades de la ciudad imperial, Cusco Alto y Bajo (véase Amado González, 2002, pp. 226-227).
Cuando éstos morían, tenían el privilegio de hacerse enterrar en la capilla del Niño Jesús; licencia que no trocaban por todos los mayorazgos del mundo. La procesión del Niño Dios que realizaban para las fiestas del Corpus Christi era «la cosa más lustre que ay en esta ciudad», pues salía la aristocracia indígena con él andando sobre los hombros, encabezada por un «Ynca principal», ricamente vestido, con una capa escarlata y en la mano el pendón real en vara de plata con las insignias del Nombre de Jesús. Éstos eran seguidos por los cantores y ministriles de la cofradía que tocaban orlos, chirimías, trompetas y flautas, llevando cera encendida por valor de doce mil ducados (Mateos, 1944, II, pp. 35-38).
No se conoce con exactitud desde cuándo se vistió al Niño Jesús como inca rey. Ya en 1610 para las fiestas de beatificación de san Ignacio de Loyola celebradas en Cusco durante veinticinco días —del 2 al 26 de mayo— la cofradía de Jesús operativa en la Compañía sacó en andas al Niño «en hábito de Inga, vivamente aderezado y con muchas luces». No sólo eso, para esta ocasión todas las parroquias cusqueñas expresaron su regocijo haciendo procesiones o «invenciones» con mensajes transculturadores donde se utilizaba en loor de los jesuitas las canciones, letras y danzas antes realizadas para los incas. Hasta el emblemático plumaje negro del corequenque (la falcónida real del inca) fue identificado con el hábito religioso de los jesuitas (Romero, 1923, pp. 447-454). En las fiestas realizadas el 29 de septiembre de 1613 para la villa imperial de Potosí, por la colocación de reliquias en la iglesia de San Ignacio, más de mil indios pertenecientes a la cofradía del Nombre de Jesús desfilaron cargando un anda de plata maciza con un Niño Jesús enjoyado y vestido de inca (Vargas Ugarte, 1963, pp. 95 y 96). Se hace difícil determinar si con el culto al Niño Jesús Inca los jesuitas intencionadamente se propusieron sustituir la veneración al ídolo de oro central del Coricancha o Templo del Sol en Cusco: el Punchao —«el Señor del día y hacedor de la luz y del sol y estrellas y todas las demás cosas»— que Túpac Amaru, tras recibir el bautismo y antes de su ejecución pública en el Cusco, confesó que este supuesto ídolo oracular era una mera estatua donde se guardaban los corazones de todos sus antepasados incas (Cobo, 1964, pp. 105-107). Según algunos cronistas, este ídolo tenía figura humana y estaba vestido como un niño inca, con rayos solares que salían de su cabeza y con un felino a cada lado (Mateos, 1944 II, pp. 8-10; Duviols, 1976, pp. 156-183). Un pequeño unku o túnica neoinca de vestir para la escultura del Niño Jesús conservada en el Museo Inca del Cusco demuestra que a finales del siglo XVII —o incluso en el siglo XVIII— estas prendas paralitúrgicas combinaban los símbolos cristianos del Corazón de Jesús y del orbe imperial cristiano con los dos felinos del Punchao inca y con tocapus o diseños geométricos con significados genealógicos, dinásticos y heráldicos prehispánicos.
Definitivamente, los métodos de evangelización y aculturación empleados por los jesuitas para la conversión de los naturales no fueron compartidos por todas las órdenes religiosas. En la «Visita eclesiástica» realizada entre 1687 y 1689 a su diócesis cusqueña, el ortodoxo obispo madrileño Manuel de Mollinedo y Angulo mandó prohibir y retirar todas las efigies del Niño Jesús inca que encontró en los altares de las iglesias de San Jerónimo, Andahuaylillas y Caycay (Bradley y Cahill, 2000, p. 118). Así se explicaría que en la serie del Corpus Christi cusqueño —pintada entre los años de 1674-1680 bajo el patrocinio de Mollinedo— se exhibiera a la entrada de la iglesia de la Compañía la estatua titular del Niño Jesús que remataba el altar procesional levantado por los cofrades indígenas. Ya no luce ningún distintivo étnico o de la nobleza indígena. Más bien, ostenta la corona imperial europea recomendada por el obispo madrileño durante su «Visita». Es probable que de estas prohibiciones en los Andes se produjese un desplazamiento devocional del Cristo Niño a su Madre, en las advocaciones indianizadas a Nuestra Señora del Rosario o de Pomata y a la Virgen de Copacabana, modelada en 1582 por el indio Francisco Tito Yupanqui, y que llevan al Niño coronado en brazos. Pero si revisamos las Cartas Anuas de los jesuitas y los informes de Esquivel y Navia, por lo menos en los sectores más populares, las prohibiciones de Mollinedo habrían radicalizado en el siglo XVIII la indianización del culto católico. Era durante las fiestas en homenaje al apóstol Santiago y a san Ignacio de Loyola —santos patronos de la ciudad del Cusco— que en las iglesias rurales surandinas se vestía al Niño Jesús de inca. Más peligroso aún, en estas fechas los hechiceros andinos evocaban al apóstol Santiago Illapa (Trueno) como si éste fuera una de sus divinidades precolombinas y cuando éste se les aparecía sobre su caballo blanco, instruía a los indios en el uso adivinatorio de la hoja de coca y les recomendaba que no fuesen a misa, ni rezasen el rosario ni se vistiesen como españoles (Esquivel y Navia, 1901, pp. 222-223; Polia Meconi, 1999, pp. 528-531), Santiago también era el santo de la resistencia indígena.
Efectivamente, después de 1700, con el cambio de dinastía y las subsiguientes reformas borbónicas que desencadenaron un siglo de grandes conspiraciones y rebeliones indígenas, el Niño Jesús Inca cobró para los indios profundos sentidos contestatarios y reivindicatorios.
Su ambivalencia simbólica no dejaba en claro si los feligreses adoraban al Niño Jesús vestido de inca o si más bien, se trataba de un inca católico ataviado como un Mesías inca porque —tal como lo habría vaticinado santa Rosa de Lima— el inca aparecería para restaurar el Tawantinsuyo. Esta tradición iconográfica y profética se mantiene vigente, aparentemente, hasta la gran rebelión de Túpac Amaru II, pues, en 1781, cuando muere Diego Túpac Amaru, el hijo pequeño del inca alzado en armas, el cura de la doctrina de Pampamarca lo entierra con mascaypacha y túnica de obispo (Ibid, p. 112). Las dos insignias del poder real y episcopal que ostentaba el Niño Jesús Inca simbolizaban los reclamos esenciales de los incas rebeldes, discípulos de los jesuitas: a decir, una aristocracia política y un sacerdocio indígena con derechos y privilegios propios. En todo caso, tras esta rebelión, precisamente en 1781 el visitador general Joseph Antonio de Arreche emprendió en los Andes una campaña iconoclasta con la que destruyó todo vestigio de la cultura inca entre la nobleza indígena, incluyendo los retratos de los caciques con sus escudos heráldicos reconocidos por la monarquía hispana en tiempos de los Austria.
Si bien los misioneros jesuitas trabajaron con «congregaciones de toda suerte y estado de gente», por citar a Bernabé Cobo, es decir, con todos los estratos sociales y étnicos, en el Perú ellos tenían a su cargo los colegios para hijos de caciques (Cobo, 1964, p. 425). Esto permitió que los jesuitas intentaran implementar en Cusco un ambicioso proyecto político de corte teocrático consolidado mediante matrimonios estratégicos que entroncaban a la dinastía inca con la dinastía de santos de la Compañía de Jesús. A finales del siglo XVI Martín de Loyola, nieto del hermano mayor de san Ignacio de Loyola, fue desposado con la ñusta Beatriz Clara Coya, descendiente directa del inca Huayna Cápac, y luego, la hija de ambos, es decir, Ana María Clara Coya de Loyola fue desposada con don Juan Henríquez de Borja, biznieto de san Francisco de Borja (García Saiz, 2002, pp. 207-216). La trascendencia política de estos matrimonios explica que durante ciertas fiestas hasta el año de 1741, se escenificaran estos matrimonios en vivo en el atrio de la iglesia de la Compañía del Cusco (Esquivel y Navia, 1980, p. 434). En el siglo XVIII, por la coronación del monarca Fernando VI, fray Francisco del Castillo Andraca y Tamayo († 1720) —mejor conocido como el «Ciego de la Merced»— y a nombre de los Naturales de la Ciudad de Lima, escribe una larga Loa para la Comedia Intitulada la Conquista del Perú, donde pormenoriza las ramificaciones genealógicas y alcances de estos célebres matrimonios. Al final, la nación peruana le advierte al rey:
Ya soy contigo tan una
que la separación niego
porque la unión de la sangre
casi identidad se ha hecho.
(Vargas Ugarte, 1948, pp. 222-237)
En los enormes lienzos cusqueños, pintados en los siglos XVII y XVIII para publicitar y difundir la noticia de las alianzas matrimoniales, las largas leyendas o cartelas explicativas en el cuadro fraguan la cercanía de los lazos de parentesco. Hacen pasar a Martín de Loyola como sobrino de san Ignacio y a Juan Henríquez de Borja por Juan de Borja, el hijo de san Francisco de Borja. Pero lo que interesa aquí no es la exacta veracidad histórica de la parentela sino el modelo providencialista y mesiánico utilizado por los jesuitas, que desposaron al capitán que capturaría y entregaría para su ejecución al último inca rebelde del Cusco con la heredera del imperio del sol, y sobrina del inca ajusticiado. En la pintura, Martín de Loyola, en compañía de Beatriz —ataviada como princesa inca—, sostiene el hacha inca de mando. En la parte alta están Diego Sairi Túpac, Felipe Túpac Amaru (el inca capturado por Martín de Loyola) y la ñusta Cusi Huarcay, quienes con su presencia avalan este matrimonio.
Lo mismo puede decirse de los dos santos jesuitas en el centro de la composición: san Ignacio de Loyola y san Francisco de Borja. La clave del lienzo está en el astro solar; antes una deidad pagana y ahora —tras la asimilación de los incas al imperio católico español y su conversión al cristianismo vía la Compañía de Jesús— el símbolo de un imperio austro-andino, iluminado por un nuevo Sol de Justicia. Allí resplandece el monograma de Cristo formado por las letras JHS (Jesus Homini Salvator) que es la sigla del santo nombre de Jesús y el emblema máximo de la orden jesuita. Que en la cofradía indígena del Nombre de Jesús se ataviara al Niño Dios como el verdadero Punchao inca, el «Sol del sol» o Salvador del Mundo, tiene sentido. Después de todo, en su Autobiografía el propio san Ignacio de Loyola cuenta que Cristo solía aparecérsele en la forma de un sol brillante (Loyola, 1947, p. 576).
BIBLIOGRAFÍA
Álvarez, 1998; Amado Gonzales, 2002; Bradley y Cahill, 2000; Castillo Andraca y Tamayo, 1948 (ed.); Cobo, 1964; Dean, 2000; Duviols, 1976; Esquivel y Navia, 1901 (ed.); Esquivel y Navia, 1980 (ed.); García Saiz, 2000; L’Orange, 1982; Loyola, 1947 (ed.); Mateos, 1944 (ed.); Mujica Pinilla, 2003; P.T.L., 1921; Polia Meconi, 1999; Romero, 1923; Schenone, 1998; Vargas Ugarte, 1948; Vargas Ugarte, 1963.
El hallazgo reciente de un lienzo virreinal representando a un «Niño Jesús Inca» plantea nuevas interrogantes sobre los métodos sincréticos de aculturación y evangelización utilizados por la Compañía de Jesús en el Cusco a inicios del siglo XVII (Mujica, 2003, p. 292). Se le muestra sobre una peana entre jarrones de cristal con adornos florales. Los cortinajes alzados revelan la sacralidad de la efigie que en la pintura resplandece con luz sobrenatural y alude a la teología contrarreformista del icono como apoyo mediador entre el mundo visible y el invisible. Este ejemplar es complementario a otra pintura cusqueña (hoy perdida y vista por última vez en Argentina) con el Niño Jesús de pie y bendiciente, luciendo un unku blanco de encajes, con collar de plumas multicolores, vincha de perlas con la borla imperial y una capa roja sobre los hombros, fijada por dos cabezas de pumas que también ornamentan sus muslos y empeines (Schenone, 1998, pp. 118-119). Ambas pinturas son rarísimos «retratos» realistas de «esculturas de vestir» o imágenes de altar talladas en madera policromada, pues figuran sobre la mesa de los retablos surandinos.
Por sus características iconográficas se trata del Niño Jesús en su advocación de Salvador del Mundo. Se le representa con la mano derecha en posición de bendecir al orbe que sostiene con la izquierda. Se combinan aquí dos tópicos del antiguo arte imperial romano adaptados al cristianismo y que sobrevivieron a la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco. Para significar la omnipotencia universal de Cristo rey como monarca universal y Sol Invictus o Sol invencible —el lema victorioso militar del primer emperador cristiano, Constantino el Grande—, se le representó sosteniendo el orbe del mundo con una mano. Asimismo, bajo el influjo de la tradición platónica, también se hizo frecuente representar a Cristo en su función de Logos cosmocrator o de Verbo creador mostrando con los dedos de la mano derecha el signo del orador (gestus oratorius) —empleado después para la benedicti latina del ritual católico y para la predicación— pues con ella exaltaba hieráticamente el poder salvífico de la palabra y la sabiduría de Dios (L’Orange, 1982, pp. 139-197).
La carga político-religiosa de esta iconografía adquiere nuevos sentidos locales y potencialmente transgresores cuando al Niño Dios —rex et sacerdos— se le representa en los Andes con el atuendo híbrido y transcultural de un inca posconquista. En la pintura luce capa y túnica dorada con cuello postizo o valona. Bajo ésta sobresalen los delicados encajes que ribetean los bordes bajos y las amplias mangas sueltas de una suerte de alba o túnica interior de lino blanco que casi le llega a la media pierna y es propia del ajuar eclesiástico. Asimismo, el Niño Dios calza sandalias con cabeza de puma y lleva un prominente tocado imperial neoinca que combina divisas heráldicas de origen prehispánico y europeo. Pueden identificarse las diminutas kantutas o flores incaicas, la pluma central blanquinegra del coriquenque (halcón real de los incas) y la borla escarlata que pende sobre su frente. Éstas se yuxtaponen al torreón o castillo circular con estandartes, cetros y un diminuto arco iris que remata su ápice. Se trataría de una referencia directa al «castillo de oro» o fortaleza inca de Sacsayhuaman —un hito militar clave para la rendición del Cusco capturado por los españoles en 1536— y que aparece como divisa central en el escudo de armas concedido a dicha ciudad por el emperador Carlos V el 19 de julio de 1540 (P.T.L, 1921, pp. 63-66).
A finales del siglo XVII, durante las fiestas y desfiles del Corpus Christi en el Cusco se hizo frecuente que el alférez real de los incas y los caciques principales de sus ocho parroquias —quienes para sus respectivas cofradías religiosas solían actuar de portaestandartes— lucieran atuendos ceremoniales de «inca rey». En muchos de sus altos tocados de plumas con divisas heráldicas aparecía el torreón emblemático cusqueño, tal como se aprecia en el retrato del cacique de la parroquia de Santiago. Pero ya para esas fechas la borla real inca estaba culturalmente redefinida y de ser un distintivo imperial exclusivo del Inca prehispánico se había convertido en un indicador nobiliario étnico y social —con privilegios tributarios— que le permitía a la aristocracia indígena firmar su «otredad» cultural e idiosincrasia reconociendo al mismo tiempo su sumisión total a la Iglesia y a la Corona española (Dean, 2002, p. 57). Gracias a su glorioso pasado imperial prehispánico, durante el virreinato, Cusco fue reconocido por España como la «cabeza» de los reinos y provincias del Perú y por ello tenía el primer voto ante el Consejo de Indias cuando los procuradores de las ciudades de «Nueva Castilla» decidían sus destinos.
No cabe duda que fueron los jesuitas —llegados al Perú en 1568— quienes impulsaron en Cusco el culto al Niño Jesús Inca. En la crónica anónima de 1600 titulada Historia General de la Compañía de Jesús en la Provincia del Perú, se menciona que en la capilla adjunta a su iglesia, construida sobre el antiguo palacio del inca Huayna Cápac —el Amarucancha o Casa de las sierpes—, funcionaba una cofradía de indios dedicada al Nombre de Jesús. Ésta había sido fundada por Jerónimo Ruiz de Portillo († 1592), el primer provincial jesuita del Perú, quien, hacia 1571, fundó la iglesia de la Compañía en el Cusco. El padre Gregorio de Cisneros S. J. difundió la cofradía por más de cien pueblos indígenas aledaños al Cusco; Cristóbal Ortiz —un conocido extirpador de idolatrías indígenas— la llevó a cincuenta aldeas, mientras otros misioneros jesuitas incentivaron su culto en Quito, Arequipa y Potosí. La capilla jesuita donde operaba la cofradía en Cusco estaba íntegramente pintada con representaciones de los castigos del Infierno y escenas del Juicio Final y de la Gloria y era utilizada para la catequesis, los ejercicios espirituales, la confesión y la santa comunión de los naturales; tema polémico este último si se toman en serio las denuncias contra los jesuitas realizadas por el obispo de Charcas, Bartolomé Álvarez, en su Memorial a Felipe II (1588). Supuestamente, la Compañía de Jesús era la única orden religiosa, por aquel entonces, que permitía que los indios recién convertidos al cristianismo recibiesen el sacramento de la Eucaristía (Álvarez, 1998, pp. 213 y 225). Fuese esto cierto o no, la capilla de la cofradía del Nombre de Jesús estaba financiada por donantes indígenas, como Diego Cucho, y tenía más de quinientos cofrades indígenas, contando a las mujeres y a los ciento cincuenta indios nobles pertenecientes al grupo de los así llamados «veinticuatro », los descendientes directos de los doce ayllus o panacas reales de los incas elegidos anualmente de las dos parcialidades de la ciudad imperial, Cusco Alto y Bajo (véase Amado González, 2002, pp. 226-227).
Cuando éstos morían, tenían el privilegio de hacerse enterrar en la capilla del Niño Jesús; licencia que no trocaban por todos los mayorazgos del mundo. La procesión del Niño Dios que realizaban para las fiestas del Corpus Christi era «la cosa más lustre que ay en esta ciudad», pues salía la aristocracia indígena con él andando sobre los hombros, encabezada por un «Ynca principal», ricamente vestido, con una capa escarlata y en la mano el pendón real en vara de plata con las insignias del Nombre de Jesús. Éstos eran seguidos por los cantores y ministriles de la cofradía que tocaban orlos, chirimías, trompetas y flautas, llevando cera encendida por valor de doce mil ducados (Mateos, 1944, II, pp. 35-38).
No se conoce con exactitud desde cuándo se vistió al Niño Jesús como inca rey. Ya en 1610 para las fiestas de beatificación de san Ignacio de Loyola celebradas en Cusco durante veinticinco días —del 2 al 26 de mayo— la cofradía de Jesús operativa en la Compañía sacó en andas al Niño «en hábito de Inga, vivamente aderezado y con muchas luces». No sólo eso, para esta ocasión todas las parroquias cusqueñas expresaron su regocijo haciendo procesiones o «invenciones» con mensajes transculturadores donde se utilizaba en loor de los jesuitas las canciones, letras y danzas antes realizadas para los incas. Hasta el emblemático plumaje negro del corequenque (la falcónida real del inca) fue identificado con el hábito religioso de los jesuitas (Romero, 1923, pp. 447-454). En las fiestas realizadas el 29 de septiembre de 1613 para la villa imperial de Potosí, por la colocación de reliquias en la iglesia de San Ignacio, más de mil indios pertenecientes a la cofradía del Nombre de Jesús desfilaron cargando un anda de plata maciza con un Niño Jesús enjoyado y vestido de inca (Vargas Ugarte, 1963, pp. 95 y 96). Se hace difícil determinar si con el culto al Niño Jesús Inca los jesuitas intencionadamente se propusieron sustituir la veneración al ídolo de oro central del Coricancha o Templo del Sol en Cusco: el Punchao —«el Señor del día y hacedor de la luz y del sol y estrellas y todas las demás cosas»— que Túpac Amaru, tras recibir el bautismo y antes de su ejecución pública en el Cusco, confesó que este supuesto ídolo oracular era una mera estatua donde se guardaban los corazones de todos sus antepasados incas (Cobo, 1964, pp. 105-107). Según algunos cronistas, este ídolo tenía figura humana y estaba vestido como un niño inca, con rayos solares que salían de su cabeza y con un felino a cada lado (Mateos, 1944 II, pp. 8-10; Duviols, 1976, pp. 156-183). Un pequeño unku o túnica neoinca de vestir para la escultura del Niño Jesús conservada en el Museo Inca del Cusco demuestra que a finales del siglo XVII —o incluso en el siglo XVIII— estas prendas paralitúrgicas combinaban los símbolos cristianos del Corazón de Jesús y del orbe imperial cristiano con los dos felinos del Punchao inca y con tocapus o diseños geométricos con significados genealógicos, dinásticos y heráldicos prehispánicos.
Definitivamente, los métodos de evangelización y aculturación empleados por los jesuitas para la conversión de los naturales no fueron compartidos por todas las órdenes religiosas. En la «Visita eclesiástica» realizada entre 1687 y 1689 a su diócesis cusqueña, el ortodoxo obispo madrileño Manuel de Mollinedo y Angulo mandó prohibir y retirar todas las efigies del Niño Jesús inca que encontró en los altares de las iglesias de San Jerónimo, Andahuaylillas y Caycay (Bradley y Cahill, 2000, p. 118). Así se explicaría que en la serie del Corpus Christi cusqueño —pintada entre los años de 1674-1680 bajo el patrocinio de Mollinedo— se exhibiera a la entrada de la iglesia de la Compañía la estatua titular del Niño Jesús que remataba el altar procesional levantado por los cofrades indígenas. Ya no luce ningún distintivo étnico o de la nobleza indígena. Más bien, ostenta la corona imperial europea recomendada por el obispo madrileño durante su «Visita». Es probable que de estas prohibiciones en los Andes se produjese un desplazamiento devocional del Cristo Niño a su Madre, en las advocaciones indianizadas a Nuestra Señora del Rosario o de Pomata y a la Virgen de Copacabana, modelada en 1582 por el indio Francisco Tito Yupanqui, y que llevan al Niño coronado en brazos. Pero si revisamos las Cartas Anuas de los jesuitas y los informes de Esquivel y Navia, por lo menos en los sectores más populares, las prohibiciones de Mollinedo habrían radicalizado en el siglo XVIII la indianización del culto católico. Era durante las fiestas en homenaje al apóstol Santiago y a san Ignacio de Loyola —santos patronos de la ciudad del Cusco— que en las iglesias rurales surandinas se vestía al Niño Jesús de inca. Más peligroso aún, en estas fechas los hechiceros andinos evocaban al apóstol Santiago Illapa (Trueno) como si éste fuera una de sus divinidades precolombinas y cuando éste se les aparecía sobre su caballo blanco, instruía a los indios en el uso adivinatorio de la hoja de coca y les recomendaba que no fuesen a misa, ni rezasen el rosario ni se vistiesen como españoles (Esquivel y Navia, 1901, pp. 222-223; Polia Meconi, 1999, pp. 528-531), Santiago también era el santo de la resistencia indígena.
Efectivamente, después de 1700, con el cambio de dinastía y las subsiguientes reformas borbónicas que desencadenaron un siglo de grandes conspiraciones y rebeliones indígenas, el Niño Jesús Inca cobró para los indios profundos sentidos contestatarios y reivindicatorios.
Su ambivalencia simbólica no dejaba en claro si los feligreses adoraban al Niño Jesús vestido de inca o si más bien, se trataba de un inca católico ataviado como un Mesías inca porque —tal como lo habría vaticinado santa Rosa de Lima— el inca aparecería para restaurar el Tawantinsuyo. Esta tradición iconográfica y profética se mantiene vigente, aparentemente, hasta la gran rebelión de Túpac Amaru II, pues, en 1781, cuando muere Diego Túpac Amaru, el hijo pequeño del inca alzado en armas, el cura de la doctrina de Pampamarca lo entierra con mascaypacha y túnica de obispo (Ibid, p. 112). Las dos insignias del poder real y episcopal que ostentaba el Niño Jesús Inca simbolizaban los reclamos esenciales de los incas rebeldes, discípulos de los jesuitas: a decir, una aristocracia política y un sacerdocio indígena con derechos y privilegios propios. En todo caso, tras esta rebelión, precisamente en 1781 el visitador general Joseph Antonio de Arreche emprendió en los Andes una campaña iconoclasta con la que destruyó todo vestigio de la cultura inca entre la nobleza indígena, incluyendo los retratos de los caciques con sus escudos heráldicos reconocidos por la monarquía hispana en tiempos de los Austria.
Si bien los misioneros jesuitas trabajaron con «congregaciones de toda suerte y estado de gente», por citar a Bernabé Cobo, es decir, con todos los estratos sociales y étnicos, en el Perú ellos tenían a su cargo los colegios para hijos de caciques (Cobo, 1964, p. 425). Esto permitió que los jesuitas intentaran implementar en Cusco un ambicioso proyecto político de corte teocrático consolidado mediante matrimonios estratégicos que entroncaban a la dinastía inca con la dinastía de santos de la Compañía de Jesús. A finales del siglo XVI Martín de Loyola, nieto del hermano mayor de san Ignacio de Loyola, fue desposado con la ñusta Beatriz Clara Coya, descendiente directa del inca Huayna Cápac, y luego, la hija de ambos, es decir, Ana María Clara Coya de Loyola fue desposada con don Juan Henríquez de Borja, biznieto de san Francisco de Borja (García Saiz, 2002, pp. 207-216). La trascendencia política de estos matrimonios explica que durante ciertas fiestas hasta el año de 1741, se escenificaran estos matrimonios en vivo en el atrio de la iglesia de la Compañía del Cusco (Esquivel y Navia, 1980, p. 434). En el siglo XVIII, por la coronación del monarca Fernando VI, fray Francisco del Castillo Andraca y Tamayo († 1720) —mejor conocido como el «Ciego de la Merced»— y a nombre de los Naturales de la Ciudad de Lima, escribe una larga Loa para la Comedia Intitulada la Conquista del Perú, donde pormenoriza las ramificaciones genealógicas y alcances de estos célebres matrimonios. Al final, la nación peruana le advierte al rey:
Ya soy contigo tan una
que la separación niego
porque la unión de la sangre
casi identidad se ha hecho.
(Vargas Ugarte, 1948, pp. 222-237)
En los enormes lienzos cusqueños, pintados en los siglos XVII y XVIII para publicitar y difundir la noticia de las alianzas matrimoniales, las largas leyendas o cartelas explicativas en el cuadro fraguan la cercanía de los lazos de parentesco. Hacen pasar a Martín de Loyola como sobrino de san Ignacio y a Juan Henríquez de Borja por Juan de Borja, el hijo de san Francisco de Borja. Pero lo que interesa aquí no es la exacta veracidad histórica de la parentela sino el modelo providencialista y mesiánico utilizado por los jesuitas, que desposaron al capitán que capturaría y entregaría para su ejecución al último inca rebelde del Cusco con la heredera del imperio del sol, y sobrina del inca ajusticiado. En la pintura, Martín de Loyola, en compañía de Beatriz —ataviada como princesa inca—, sostiene el hacha inca de mando. En la parte alta están Diego Sairi Túpac, Felipe Túpac Amaru (el inca capturado por Martín de Loyola) y la ñusta Cusi Huarcay, quienes con su presencia avalan este matrimonio.
Lo mismo puede decirse de los dos santos jesuitas en el centro de la composición: san Ignacio de Loyola y san Francisco de Borja. La clave del lienzo está en el astro solar; antes una deidad pagana y ahora —tras la asimilación de los incas al imperio católico español y su conversión al cristianismo vía la Compañía de Jesús— el símbolo de un imperio austro-andino, iluminado por un nuevo Sol de Justicia. Allí resplandece el monograma de Cristo formado por las letras JHS (Jesus Homini Salvator) que es la sigla del santo nombre de Jesús y el emblema máximo de la orden jesuita. Que en la cofradía indígena del Nombre de Jesús se ataviara al Niño Dios como el verdadero Punchao inca, el «Sol del sol» o Salvador del Mundo, tiene sentido. Después de todo, en su Autobiografía el propio san Ignacio de Loyola cuenta que Cristo solía aparecérsele en la forma de un sol brillante (Loyola, 1947, p. 576).
BIBLIOGRAFÍA
Álvarez, 1998; Amado Gonzales, 2002; Bradley y Cahill, 2000; Castillo Andraca y Tamayo, 1948 (ed.); Cobo, 1964; Dean, 2000; Duviols, 1976; Esquivel y Navia, 1901 (ed.); Esquivel y Navia, 1980 (ed.); García Saiz, 2000; L’Orange, 1982; Loyola, 1947 (ed.); Mateos, 1944 (ed.); Mujica Pinilla, 2003; P.T.L., 1921; Polia Meconi, 1999; Romero, 1923; Schenone, 1998; Vargas Ugarte, 1948; Vargas Ugarte, 1963.
(Fuente: Ensayo perteneciente al catálogo de la exposición PERÚ : INDÍGENA Y VIRREINAL, BARCELONA - MUSEU NACIONAL D’ART DE CATALUNYA (MNAC) en MAYO - AGOSTO 2004, MADRID - BIBLIOTECA NACIONAL en OCTUBRE 2004 - ENERO 2005 y WASHINGTON D.C. (EE.UU.) - NATIONAL GEOGRAPHIC MUSEUM AT EXPLORERS HALL en FEBRERO - JUNIO 2005 publicado por la Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior SEACEX de España)
Anónimo, Niño Jesús con vestimenta
imperial inca y mascaypacha,
siglo XVIII
Óleo sobre lienzo, 86 x 75 cm
Colección Mónica Taurel de Menacho, Lima
siglo XVIII
Óleo sobre lienzo, 86 x 75 cm
Colección Mónica Taurel de Menacho, Lima
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